La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998
Al final del cuento de Edgar Allan Poe, ``La verdad sobre el caso del señor Valdemar'', el cuerpo del protagonista se disuelve en ``una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción''. De hecho, todos los cuerpos son ``masas casi líquidas'' de sangre, bilis y tejido blando, como lo sabe muy bien cualquiera que haya visto La Operación. El espectáculo culto favorito de US cable (sábados por la noche en The Learning Channel) ofrece documentales más o menos completos de operaciones verdaderas, de cirugías de cerebro a corrección de juanetes, de reducciones de corazón a transplante de pelo, apoyándolo con entrevistas antes -y- después a los pacientes. Un episodio reciente, documentó lo que se podría llamar un entu-facelift, repleto de acercamientos -no aptos para estómagos delicados- a glóbulos de grasa amarillos, despachurrados, músculos seccionados, hebras sanguinolentas de piel separadas de los párpados, y burbujas de grasa atenazadas bajo las bolsas de cada ojo. Esta grasa ``en sí misma, sin ningún movimiento nuestro, se encuentra casi lista para saltar de su ojo'', remarca el cirujano de modo pragmático en el anuncio del episodio. En determinado momento, el cirujano desliza sus dedos enguantados bajo el rostro de la anestesiada mujer y le arranca la piel. A Baudrillard le encantaría: luego de una vida expuesta a los horrores de prótesis de los artistas en efectos especiales como Tom (La noche de los muertos vivientes) Sabini, la flacidez de la paciente, su piel pálida, parecen en cierto modo menos reales que el látex pintado; sus ojos vidriosos, el rostro de mandíbula suelta, convencen menos que los falsos cadáveres en la mayoría de las películas de horror. El papel del cuerpo, en estos días, es el de ser un símbolo de ``abominable putrefacción'' a los ojos de una Sociedad Informada, marcada por el sello de calidad de una exaltación de la mente y un desprecio por el cuerpo, principalmente la vieja, terrenal reliquia de evolución darwiniana a la que los digerati se refieren burlonamente como ``carne''. En la Norteamérica de finales del siglo XX, la separación mente-cuerpo de Descartes se ha ampliado en una divergencia de neo-gnosticismo. Teóricos de la inteligencia artificial, como Hans Moravec, sueñan con digitalizar la conciencia humana y guardarla en un disco: el ser de carne y hueso, tú sabes, es ``tan embrollado''. Y los adeptos de la Puerta del Cielo, cometen suicidio colectivo en la creencia de que están ``siendo conducidos por el buen camino'', desde sus ``vehículos'' corporales hacia un ``Nivel Más Allá de lo Humano''.
La Operación es parte de un cruce cultural de corrientes que circulan como neognosticismo bajo los hábitos y costumbres comunes de la sociedad. Así como cambiamos de una base de producción a una economía de información, o de una sensación corporal a la simulación electrónica, la lógica cultural del desencarnar es enfrentada por el Retorno de lo Reprimido. Imágenes de lo mórbido o cuerpos monstruosos obsesionan nuestras ensoñaciones colectivas: en los horarios de mayor audiencia dramas como Er y Chicago Hope, en el subgénero de horror viral tipificado por The Hot Zone, con sus lovecraftianas descripciones del ``sacudimiento-relacionado-al-licuamiento'' del cadáver en medio de un charco de sangre; en la sala de cremación y alta costura de Alexander McQueen, cuyas creaciones Givenchy han incorporado significativamente dientes y huesos humanos; y en la moda de las vísceras en el mundo del arte, de las vacas en escabeche de Damien Hirst, el arte de las lonjas de la morgue de Anthony Noel-Kelly, el escultor británico vuelto despedazador-de-cuerpos, recientemente arrestado por hacer moldes de yeso usando partes robadas de cuerpos humanos.
La Operación es una sala de iniciación en los oscuros, húmedos misterios de un cuerpo que cada uno de nosotros habita, pero del que pocos sabemos algo. Desde ese punto de vista, es también una despiadada desconstrucción de nuestras más apreciadas suposiciones acerca de nosotros mismos, mucho más inquietante que el ``estallido-de-ojo-fuera-grasa'' experimentado por el neófito que mansamente pastó del espectáculo.
J.G. Ballard tuvo una tremenda revelación en la escuela de medicina. ``Practicar anatomía fue quitarme la venda de los ojos'', recordó en una entrevista concedida a la revista Penthouse, en 1970. ``Uno ha construido su vida sobre una ilusión a propósito de la integridad del propio cuerpo, esa `carne sólida'... Entonces, ver un cadáver sobre la mesa de disección... para encontrar al final que no quedaba nada excepto un manojo de cartílagos y un montón de huesos... fue una experiencia tremenda acerca de la falta de integridad de la carne.''
El teatral gesto de asco que inevitablemente acompaña cualquier encuentro con lo verdaderamente abyecto, grotesco, o macabro (en oposición a la versión del tabloide), muestra una vacuidad cultural, una atrofiada madurez emocional, nacida de costumbres puritanas, nociones burguesas del buen gusto, nuestra innata renuencia cultural a mirar más allá de la vida común y corriente de Estados Unidos, la vida de la libre elección y los premios extra a la oreja cercenada sobre el césped de un suburbio. Y la oreja cercenada (prestada del filme Blue Velvet, de David Lynch) es una metáfora adecuada, porque esa penetrante delicadeza acerca de la carne -acerca de lo que pasa en nuestras entrañas, o en la sala de operaciones, o en la sala funeraria, o en el matadero, o en la cámara de ejecución- señala, una vez más, una humillante incapacidad para hacer frente al hecho ineludible de que bajo el duro, seco esqueleto de nuestra tecnología, somos aún suave, húmeda biología, una ``masa casi líquida'' de tejidos blandos y fluidos corporales que se mofan de las fantasías escapistas de la era en que vivimos, envejeciendo, muriendo y pudriéndonos, a pesar de las plegarias de los expertos de AI y de los cirujanos plásticos.
Aspire, por favor.