La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998
Caso insólito en las letras canadienses, la obra de este autor de origen hindú ha obtenido el Governor General«s Award, el Commonwealth Prize for Fiction y el Giller Prize. Aquí, la voz del emigrado retrata el mar de Chaupatty, símbolo universal de la vida y la regeneración en la India , fuera de fanatismos y mistificaciones, en su horrorizante desnudez.
Hoy el sol está caluroso. Dos mujeres se encuentran bronceándose en el extenso e irregular césped que rodea el estacionamiento. Las puedo ver con claridad desde la cocina. Llevan bikinis y me encantaría verlas más de cerca. Pero no tengo binoculares. Tampoco tengo coche para dar un tranquilo paseo fingiendo mirar bajo las sombrillas. Ambas están deliciosas y destellantes. De vez en cuando se untan crema sobre la piel, en los vientres, en la parte interna de los muslos, en los hombros. Entonces una de ellas le pide a la otra que le desate el tirante del sostén y le unta más crema ahí. Ella descansa sobre el vientre, con los tirantes desabrochados. Espero. Rezo para que el calor y la bruma la hagan olvidarse de que los tirantes están desabrochados cuando se dé la vuelta.
Pero el sol no calienta lo suficiente para que me funcione esta magia. Cuando es tiempo de regresar, ella tira de golpe los tirantes y hábilmente sostiene las copas, y vuelve a abrochar el sostén. Se levantan, cogen las toallas, las cremas y las revistas, y regresan al edificio.
Esta es mi oportunidad para verlas de cerca. Corro hasta las escaleras y bajo al recibidor. El viejo me saluda. ``¿Bajó otra vez?''
``Mi buzón'', murmuro.
``Hoy es sábado'', contesta riéndose. Por alguna razón, encuentra esto extremadamente divertido. Mi mirada se centra en la puerta que da al estacionamiento.
Las veo aproximarse a través de los grandes cristales. Corro hacia el elevador y espero. En el recibidor iluminado débilmente, puedo ver que a sus ojos les cuesta acostumbrarse después del sol brillante. No parecen tan atractivas como se veían desde la ventana de la cocina. El elevador llega y lo mantengo abierto, invitándolas a entrar, con lo que pienso es un alarde de galanteo. Bajo la iluminación fluorescente del elevador veo sus pieles arrugadas, sus manos envejecidas, sus colgantes traseros, sus venas varicosas. El brillante truco del sol, de crema y distancia, ha terminado.
Salgo del elevador y ellas continúan hasta el tercer piso. Espero el lunes por la noche para gozar de mi primera clase de natación. La secundaria que se alza detrás del edificio de departamentos ofrece, entre sus usuales y diversas clases de macramé y cerámica, una clase de natación para adultos.
La recepcionista es muy amable. Incluso se muestra dispuesta a satisfacer la compulsión que tengo por explicar mi condición de no nadador.
``¿Es usted de la India?'', me pregunta. Hago un gesto de asentimiento. ``Espero que no le molesten mis preguntas, pero tenía curiosidad porque una pareja de la India, hombre y mujer, también se inscribió hace unos minutos. ¿No los alientan a tomar clases de natación en la India?''
``Al contrario'', le digo. ``La mayoría de los indios nadan como peces. Soy la excepción a la regla. Mi casa estaba a cinco minutos de Chaupatty Beach en Bombay. Es una de las más bonitas playas de Bombay, o era, antes de que se apoderara de ella la suciedad. De cualquier manera, aunque vivíamos cerca, nunca aprendí a nadar. Es sólo una de esas cosas que suceden.''
``Bueno'', dice la mujer, ``así pasa algunas veces. Yo, por ejemplo, nunca aprendí a andar en bicicleta. Era el montar lo que me asustaba, tenía miedo de caer.'' La gente hacía cola detrás de mí. ``Me ha dado mucho gusto hablar con usted'', dice, ``espero que disfrute el curso.''
El arte de nadar ha estado atrapado entre el diablo y el profundo azul del mar. El diablo era el dinero, siempre escaso, y mantenía los clubes privados de natación fuera de alcance; el profundo azul del mar de Chaupatty Beach era gris y lodoso, lleno de basura, demasiado sucio para nadar en él. De vez en cuando, nos armábamos de coraje y mi mamá me llevaba allí e intentaba enseñarme. Pero algunos minutos de chapotear era todo lo que durábamos. Tarde o temprano algo flotaba contra nuestras piernas o nuestros muslos o nuestras cinturas, dependiendo de qué tan profundo habíamos ido, y nos revolvíamos y dábamos zancadas hacia la arena.
Es recurrente la imagen del agua en mi vida: Chaupatty Beach, ahora la alberca de la secundaria. El símbolo universal de la vida y de la regeneración no hizo sino frustrarme. Quizá la alberca cambiará ese fracaso.
Cuando las imágenes y los símbolos abundan de esa manera, arrastrándose o rodando a través de la página sin astucia ni artificio, uno se inclina a decir, cuán obvio, qué poco talento; los símbolos, después de todo, deben estar inmóviles y suaves como gotas de rocío, pequeños, pero brillando, con un mundo de significado. ¿Pero qué sucede cuando, en la página misma de la vida, uno se encuentra con el movimiento perpetuo, con todo lo que ha encerrado y arrastrado un mar asqueroso? Las gotas de rocío y los océanos tienen sus lugares precisos; Nariman Hansotia ciertamente sabía eso cuando les contaba cuentos a los muchachos de Firozsha Baag.
El mar de Chaupatty estaba destinado a soportar los fines de las funciones cotidianas de la vida. Parecía que, mientras más sucio se volvía, mayores muchedumbres atraía: pillos callejeros, mendigos, y los vagos de la playa buscaban entre la basura que había llegado a la arena. (¿O eran las muchedumbres las que lo hacían más sucio? -otro ejemplo de causa y efecto que se borran y evaden la identificación.)
Demasiados festivales religiosos usaron también el mar como depósito para sus fines. Su uso debió haber sido racionado, como el arroz y el keroseno. En Ganesh Chaturthi, los ídolos de barro del dios Ganesh, adornados con guirnaldas y toda clase de decoraciones, eran cargados en procesión con acompañamiento de tambores y toda una variedad de instrumentos de viento. La música se hacía más frenética a medida que la procesión se acercaba a Chaupatty y al momento de la inmersión.
Luego se celebraba el Día del Coco, el cual nunca fue tan popular como Ganesh Chaturthi. Desde el punto de vista del espectador, los cocos echados al mar no aportan ningún espectáculo. Nosotros usamos el mar, también, para depositar los residuos de la ceremonia religiosa de Parsi, cosas como flores, o las cenizas de las fogatas sagradas de madera de sándalo, que no se deben arrojar simplemente en la basura, sino que tienen que ser confiadas al cuidado del Avan Yazad, el guardián del mar. Los objetos que no se usaron pero nadie tuvo el valor de destruir, eran de igual modo ofrecidos a Avan Yazad. Así como viejas fotografías.
Después de la muerte de mi abuelo, algunas de sus pertenencias fueron arrojadas al mar. La marea estaba alta; siempre revisábamos el periódico cuando íbamos a cumplir esas disposiciones; una marea baja podía significar una larga caminata sobre arena lodosa antes de encontrar agua. La mayor parte de los objetos probablemente fue arrojada a la costa. Pero intentamos lanzarlos lo más lejos posible; después esperamos algunos minutos; si no volvían a flotar, podíamos pretender que se encontraban en la permanente salvaguarda de Avan Yazad, lo cual era una idea reconfortante. No puedo recordar todo lo que tiramos al mar, pero su cepillo y su peine estaban en el paquete, su kusti, y algunas píldoras Kemadrin, que solía tomar para tener bajo control su mal de Parkinson.
Nuestras sesiones de chapoteo terminaron por falta de entusiasmo de mi parte. Mi mamá tampoco estaba muy entusiasmada, debido a la suciedad. Pero mi principal preocupación eran los pequeños granujas, que parecían peces desnudos con penes vivaces, burlándose de mí con sus habilidades, nadando bajo el agua y emergiendo inesperadamente todos a mi alrededor, o fingiendo masturbarse -creo que eran demasiado jóvenes para alcanzar el orgasmo. Era vergonzoso. Cuando miro hacia atrás, me sorprendo de que mi mamá y yo hayamos continuado asistiendo tanto tiempo como lo hicimos.
Examino el traje de baño que compré la semana pasada. Rey del Surf, dice la etiqueta, Made in Canada-Fabriqué Au Canada. También he aprendido trozos de francés en las etiquetas bilingües del supermercado. Este traje está extremadamente suave y ajustado a las caderas; la distancia desde la cintura hacia el extremo cubre lo mínimo. Me pregunto cómo va a mantenerse todo en su sitio, y no porque sea jactancioso acerca de mis atributos. Me lo pruebo y siento que la punta del miembro queda peligrosamente cerca del extremo.
Demasiado cerca, de hecho, para ocultar las exigencias de mi fantasiosa clase de natación: una hermosa mujer en la clase de no nadadores, ante cuya mirada quedaré instantáneamente excitado, y ella, espiando el contorno de mi deseo, me lanzará una mirada directa a los ojos, llena de intenciones; vendrá a casa conmigo a probar los placeres de mi deleitable y moreno cuerpo asiático, cuya extranjería la ha intrigado y le ha desatado incontrolables oleadas de pasión a lo largo de toda la clase.
Arrojo la bolsa de Eaton's y la envoltura en el bote de la basura. El traje me costó quince dólares, lo mismo que el pago de diez clases semanales. La bolsa de la basura está casi llena. La amarro y la llevo afuera. Hay un olor a medicina en el pasillo; el viejo debe haber regresado a su departamento.
PW abre su puerta y dice: ``Dos mujeres del tercer piso estuvieron echadas al sol esta mañana. En bikini.''
``Qué bonito'', le digo, y me dirijo hacia el incinerador. Ella me recuerda a Najamai en Firozsha Baag, excepto que Najamai empleaba un poco más de sutileza mientras ejecutaba el trabajo que eligió en la vida.
PW desaparece y su puerta se cierra.