La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998



José Cardoso Pires

cuento

Los caminantes

En días pasados recibimos la infortunada noticia de que Cardoso Pires estaba en un coma profundo. Como un mínimo homenaje a uno de los más grandes autores en lengua portuguesa, ofrecemos un cuento de Os Caminheiros e Outros Contos, donde el cronista, dramaturgo, ensayista y memorialista hace un retrato del ``ladinismo'' y la intriga desde la convención neorrealista.

António Grácio dijo:

-Vida de un capado. Maldita sea y aquel que la inventó.

El compañero lo oyó, siguió adelante, con la cabeza levantada siempre en la misma dirección, de vez en cuando extendía el bastón para tentalear el asfalto.

-¿Tu compadre te garantizó que venía? -le preguntó.

-Que venía, no. Nosotros somos los que íbamos a encontrarnos con él en su casa. Fue eso lo que se acordó.

-En ese caso...

-Fue eso -repitió António Grácio-. Se comprometió a esperarnos toda la tarde.

-¿Hoy?

-Hoy, carajo, hoy. Todavía no tengo tan mala memoria para olvidar los acuerdos que hago. Si mi compadre se estuvo haciendo tonto y fue allá a la ciudad o para no sé rayos dónde, peor para él. Que se friegue. El interés es de los dos, no es sólo mío.

Oyeron el claxon de un automóvil y se desviaron hacia la cuneta de la carretera. António Grácio agarró el brazo del compañero: algunos metros adelante, una culebra pardusca se arrojaba al camino, precipitadamente.

-¿Qué fue, Toino?

-Una culebra. El automóvil la machucó.

Dieron unos pasos más, hasta que António Grácio le ordenó a su compañero que se parara. A sus pies, la culebra se contorcía, dividida en dos partes. La parte de la cola, sujeta al alquitrán en el punto en el que se había partido, estaba casi inmóvil, sin vida, mientras que el resto del cuerpo se sacudía en medio de una mancha de sangre y de escamas.

-Es una ratonera -concluyó Grácio. Observaba las copiosas manchas que tenía en el lomo, la cabeza puntiaguda, muy blanca, los ojos vivos y la lengua que temblaba, suelta en el aire-. No hay duda. Por las señas, es una ratonera legítima.

Resuelto esto, él y su compañero siguieron la jornada. Grácio volvería a acordarse de la culebra, de las manchas y de las señas que la distinguían de las otras, porque por el camino volvió a hablar de ésta. Dijo entonces:

-Para mí, lo que más me sorprende es encontrar una ratonera por estos lugares. Pero no hay duda, es una ratonera y de las buenas. Sólo me da lástima no poder aprovechar la piel, Cigarra.

El otro lo oyó y guardó silencio. António Grácio siguió:

-Es cierto que ahora es la temporada del celo y, por tanto, ellas no escogen el lugar, pero para que una ratonera ande por estos rumbos es porque anda norteada. Tal vez ande a la caza, ¿quién sabe?

-¿La viste bien? ¿Estás seguro de que era una ratonera?

-Segurísimo. Trabajé en los pozos de Gafanha, y conocí toda variedad de culebras. Culebras de agua, guardianas de los tejados, todo. Lidié con ellas, Cigarra. A mí nadie me enseña a distinguir una ratonera.

Los dos caminantes seguían bajo el sol en medio de la carretera. Recorrían a pie un tramo descubierto, planicie a la izquierda, planicie a la derecha y naturalmente, a falta de sombra, escogían el terreno más seguro, el de mejor piso.

-Calor de los infiernos -protestaba António Grácio a cada paso. Y más adelante, refiriéndose aún a las culebras-: en este tiempo éstas andan por los campos de frijol en busca del macho. Las culebras de agua, por supuesto. Cigarra, si tú vieras a una culebra y a un culebrón haciendo sus cositas, hasta te meabas. Se enrollan de tal forma que quedan como dos estacas. De pie, levantadas por la punta de la cola. Y soplan, dan un soplido terrible una con otra.

Cigarra tosió de forma seca. Tropezó con su bastón en algo y se desvió calmadamente, apoyado en el brazo del otro.

-¿Qué baliza era, Toino?

El compañero volteó hacia atrás:

-Baliza nueve. No tarda mucho, estamos en otro kilómetro.

-¿Y el Retiro? -le preguntó Cigarra-. ¿Todavía falta mucho para el Retiro?

-Como una hora. Pero antes de eso llegamos a los árboles.

-Los árboles del Carrasca, ya sé. Si no me equivoco, fue en ese lugar donde la Guardia se metió con nosotros la otra vez.

-Claro -respondió-, claro.

Iba a paso corto, ciertamente para seguir la marcha del otro, pero el modo de moverse, los gestos y hasta la voz, le daban un aire de contrariedad, de impaciencia.

-Toino -dijo Cigarra, agarrándole tantito el brazo-. ¿Sobre qué fue esa plática con tu compadre?

Había muchas cosas que António Grácio comprendía por la manera como su amigo lo agarraba. La curiosidad era una de ellas. Por la fuerza de sus dedos, por la lentitud como los colocaba o los mantenía cautelosos sobre su brazo, a la espera de una oportunidad, de una explicación, podía adivinar el cansancio, la duda, el deseo o la sorpresa que llevaba el otro. No necesitaba de palabras: los dedos de Cigarra le contaban todo.

-Un cuerno -entonces se desahogó-. Hace un calor que mata.

Y retiró suavemente la mano del compañero.

Se cruzó con ellos un camión enorme. Se arrastraba, temblando y chirriando, debajo de un cargamento de segmentos de troncos. António Grácio reparó en el conductor que iba en mangas de camisa, en el rodado lento que siguió y, por fin, en los surcos que las llantas dejaron en el asfalto ablandado. Puso los ojos en esas señales y las siguió, caminando siempre tras ellas:

-Si la culebra no hubiera quedado tan dañada, ahora nos la habríamos traído. ¿Cuánto nos darían en la farmacia por una pieza de ésas?

-Depende -murmuró Cigarra-. Depende del aceite y de la ponzoña que se pudieran aprovechar.

La voz sonó triste, distante. Siempre que el hombre avanzaba con el rostro levantado e impasible, la voz era como un secreto que él arrojaba hacia la distancia e iba adelante, abriéndole camino, hasta el punto desconocido al que parecía apuntado.

En uno de los lados de la carretera empezaban a surgir charcos, y aquí y allá el tronco seco de un olivo desgarrado. Tal vez Cigarra presintió esa presencia de vida en la planicie porque se puso muy atento, todavía más firme en su orientación.

-¿Ya se ven los árboles? -preguntó con tal voz arrojada hacia el infinito. Guiñaba con los ojos, a la espera; y quien lo observara, creería que la respuesta no vendría del compañero, sino de lejos, desde ese punto que lo orientaba.

-¿çrboles? -repitió Grácio distraído.

-Sí, los árboles donde queda el Retiro. Toino, ¿y si tomáramos una copa cuando pasemos por ahí?

-Después vemos. Lo que interesa por mientras es llegar a la ciudad.

-Pero para llegar a la ciudad pasamos por el Retiro -insistía Cigarra.

António Grácio no respondió. En vez de eso, le tiró un puntapié a una lata y sintió un ardor que le quemaba al pie cuando éste rozó el asfalto.

-Espérate -dijo de repente.

El otro obedeció. Quedó en medio de la carretera, acomodando la guitarra que traía colgada en las espaldas como si fuera un arma de cazador. Grácio también llevaba algo como banderola: la caja de las limosnas -y era como si cargara una alforja de limosnero o en tal caso una red para guardar la caza.

-Caramba -sopló él, cruzando la carretera y poniéndose a rodear un maguey como si buscara algo. Abrió la navaja, escogió una penca; de una tajada brusca le cortó un pedazo y en seguida se sentó en el suelo para descalzarse. La bota tenía una rajada enorme en la suela. Calculó la medida del agujero, lo tapó con el pedazo de agave, y quedó reparado. Cuando volvió a calzarse, golpeó el suelo con el pie varias veces para ajustarse la bota.

-Listo, vámonos rapidito.

El breve instante en el que estuvo sentado en el piso caliente de la carretera, provocó que se le pegaran los pantalones a las nalgas. Por eso sacudía el trasero. Caminaba y jalaba los pantalones y no cesaba de lamentarse:

-Vida de un capado. Vida hija de su madre y además el que la inventó -se paró un instante-. Ten paciencia, voy a quitarme el saco. Hace un calor como para asar tórtolas.

Los dos, a lo largo de la carretera, uno con la guitarra y el otro con el saco en el brazo, formaban una solitaria pareja que cruzaba la tarde. Vistos desde lejos, recordarían a dos amigos yendo de paseo y nunca a dos personas que van por la vida, preocupados con sus asuntos. Cigarra llevaba la mira en el Retiro, se quejaba:

-Si no bebo algo, no sé. Una gota de agua cuando menos. Tengo unos dolores en esta parte de los riñones que ya no puedo.

El compañero concluía que era el calor.

-Es el sol, Cigarra. Este maldito acaba con cualquier hombre.

Tenía realmente la camisa empapada con dos lagos de sudor en los sobacos.

Además de las manchas de vino y de los remiendos, que eran muchos y sobrepuestos, la camisa se reducía a eso: a sudor.

-Ahora -dijo Cigarra- ya no es sed. Ahora son los dolores que no me dejan.

-Ya pasarán, no te aflijas. Cuando lleguemos a la ciudad, escogemos una taberna y descansamos. Lo que no podemos hacer es perder el tiempo. Tengo miedo de sacarme la vuelta.

-¿Sacarte la vuelta con quién, Toino?

-Con mi compadre. Si no estaba en casa ni viene en camino, es porque se quedó en la ciudad.

Junto a un palo alineado trabajaba un equipo de peones. Los picos se clavaban en el asfalto con un sonido hueco y la grava era arrojada al nivel de la carretera como una lluvia de granizo.

-Hay obras -anunció Grácio. Inmediatamente el otro colgó el bastón en su brazo y se dejó guiar por su compañero.

Los trabajadores les abrían camino para dejarlos pasar. Esa pausa fue suficiente para que Cigarra levantara la cabeza

y se pusiera todo tenso:

-Escucha... Me pareció oír un molino.

Y lo era. El compañero distinguía ahora un molino para sacar agua, dando vueltas allá al fondo, con sus aspas de metal brillando en el sol. El molino: en ese lugar había una encrucijada y empezaban las sosegadas hileras de plátanos con cintas blancas pintadas en el tronco.

António Grácio sacó el paquete de tabaco:

-Ya casi llegamos. ¿Nos echamos un cigarro? -y como el otro se había rehusado-: ahora sí, ya se puede fumar. El calor no tarda en irse.

De manera pachorruda, desenvolvió la hoja de col con la que protegía el paquete para no dejar que se secara el tabaco, y empezó a hacer el cigarro. A su lado, el amigo volvió a hablar.

-Lo peor no es el calor, lo peor son estos dolores que no me dejan.

-Ya pasarán. Ponte un poco a la sombra y verás.

Cigarra tuvo una sonrisa de desengaño:

-Todo esto es la malvada úlcera dando señales. La conozco bien. Aunque no me empieza a roer, y ya la siento.

-En ese caso, tal vez sea mejor que paremos en el Retiro. Podemos ordenar una sopa como la otra vez.

-¿Una sopa?

-¿Y qué? Una sopa es santo remedio. Por lo menos es lo que se me ocurre. Palabra que si no fuera por la cuestión de mi compadre, nunca habríamos hecho un viaje como este. Maldita sea la hora en la que me fié de ese canalla.

De manera general, António Grácio conversaba con su compañero sin mirarlo. Así sucedió ahora. Dijo lo que tenía que decir y después sopló dos o tres fumaradas con desesperación. No tardó mucho, ya estaba otra vez hablando, pero por dentro, en silencio. Discutía posiblemente con él mismo y con su destino traidor. ``Vida de un capado'', recalcitraba a la mitad de la conversación que sólo él sabía, y seguía adelante, con la cabeza enterrada en los hombros, los ojos clavados en las dos sombras achaparradas que se deslizaban por el alquitrán.

Esas sombras determinaban para él la carretera, las sombras y el bastón de su amigo marcaban la marcha del viaje. Cigarra, a su vez, iba desacelerando el paso. Sabía que habían llegado a los primeros árboles debido a la frescura que se posaba sobre él y también por el ruido de los pies al pisar una u otra hoja seca.

Pero el calor todavía no había desaparecido del todo. El aire seguía sofocante, aire de tormenta; los árboles por ahí, estaban sin movimiento, con la esperanza de una brisa que no llegaba. Cuando esto sucedía, se desprendía una hoja, una sola y venía lentamente, lentamente, a aplastarse en el suelo.

-¡Hey, amigo!

Alguien acababa de aparecer por el camino con el cuello erguido.

-¡Hey, Miguel! -gritó António Grácio.

El hombre llegó hacia ellos con los brazos abiertos. Era alto y enjuto, traía un paliacate atado al cuello. Se reía:

-Ya se me hacía que nunca más llegaban. ¿Fueron a mi casa?

-Sí, claro -respondió Grácio-. ¿No era lo que habíamos acordado? Cigarra, este es mi compadre Miguel.

El amigo y el compadre se saludaron en silencio. Pero el compadre sonreía y se mostraba satisfecho con el encuentro.

-Caramba, ustedes se tardaron como un demonio. ¿Hubo algún contratiempo?

-No. Nosotros fuimos a tu casa y la comadre dijo que habías salido en la mañana.

Desde que intercambiaron las primeras palabras, Miguel no quitaba los ojos de Cigarra. Lo tenía a dos pasos de él, silencioso, a la espera.

-Siéntese, amigo.

Lo vio colocar la guitarra en el suelo con cuidado, retroceder y recargarse en un árbol. Mientras los dos compañeros se sentaban también a la sombra de un plátano, él seguía todavía de pie, apoyado a lo largo del tronco. Absorbía el aire y, por detrás de los lentes negros de mica, parecía interrogar el punto lejano que toda la vida se había planteado en su camino.

-¿Cansado, amigo?

Cigarra adivinó que se trataba de él.

-Tengo dolores -suspiró, pasando su mano por la barriga.

-¿En el estómago?

-Sí, en la úlcera.

António Grácio oía a uno y a otro, y se pasaba el cigarro en la punta de la lengua de una a otra comisura de la boca.

-Bien -cortó de repente-. ¿Ya pensaste en el caso?

Como quien no quiere la cosa, el compadre agarró una hoja; se la llevó a la boca y entretanto se puso a estudiar a Cigarra de lejos.

-No sé -dijo por fin-. Dos billetes es mucho -y en voz alta se dirigió a Cigarra-. ¿Usted ya fue al médico?

Aquí António Grácio respondió por el compañero:

-¿Médico? Le metieron el cuchillo, que es todavía más seguro. ¿Cigarra, cuándo fue que te operaron?

-El tres de septiembre; para el mes que viene, va a ser un año que entré en el hospital.

-¿Ves? Hace un año. Lo que tiene ahora es debilidad. Y no me sorprende, Miguel. Yo soy fuerte y me las vi negras con la caminada de hoy.

Delante de Grácio, el compadre mordisqueaba la hoja. La mordisqueaba, consideraba sus razones, miraba al individuo que estaba en el otro árbol. Mordisqueaba y no se decidía:

-Es mucho, Toino. Dos billetes es dinero. Después hay que ver que no tengo práctica... Sí, no es de la noche a la mañana cuando un fulano se mete en una cosa nueva. Todo tiene sus secretos, ¿no es así?

El otro compadre sonreía, divertido:

-¿Secretos? El te los enseña, no te preocupes. Mira, en este negocio se necesita únicamente que no haya desconfianza. Se maneja todo para la caja de las ánimas.

-¿Cuánto dinero tienen ustedes aquí?

Miguel había agarrado la caja, la volteaba y la volvía a voltear, intrigado. De ninguna manera le estaba calculando el peso; se le figuraba que pretendía solamente conocerle los misterios, palpando la cerradura, la ranura de las monedas o la calidad corriente de la pintura.

-¿Cuánto? -repitió.

-El dinero de la caja es aparte. ¿Fue o no fue lo que se había hablado?

-Bien, ahora eso no importa gran cosa.

-¿No importa? -António Grácio se levantó de un salto-. ¿Tú llegas a un acuerdo y ahora dices que no importa?

Se puso a dar vueltas delante del compadre. Giraba de un lado a otro y sólo preguntaba si eso no importaba, si era posible que una persona faltara a su palabra con gran facilidad.

-Para mí lo prometido es deuda -protestaba.

Al pasar cerca de Cigarra se sintió aprehendido. Se paró. El otro acercaba el rostro al de él, deseaba hablarle:

-¿Vas a dar el volteón, Toino?

Le hacía la pregunta en un tono imperceptible, casi en secreto. Pero, como era más alto y el rostro le quedaba arriba del compañero, parecía dirigirse a alguien más allá de donde estaba, en la dirección de los árboles de la otra orilla de la carretera.

-En serio, Toino, ¿te vas?

El otro no lo oyó. Sacudía la cabeza, indignado.

-Carajo, mil veces carajo...

-Calma -intervino Miguel. Se había acercado también a Grácio y lo llamaba a mantener la cordura-. Qué diablos. No es motivo para que te pongas a gritar así.

-No me importa si es motivo o no, para mí lo prometido es deuda -y agregó-: Carajo.

-Cálmate -el compadre lo condujo lejos de Cigarra-. Calma es lo que se necesita.

Los dos, carretera abajo, carretera arriba, volvieron a empezar la conversación. Miguel dejaba de lado la cuestión de la caja de las limosnas, se informaba de varias cosas: por ejemplo, si Cigarra sabía leer por los agujeritos.

-¿Cuáles agujeritos?

-Los agujeritos del papel -le explicó el compadre-. Esos que se leen con los dedos.

-Ya sé -exclamó António Grácio-, pero en este caso no es necesario. Basta que una persona le diga dos veces los lados de una moneda para que a él nunca más se le olviden. Es hábil como una liebre.

-Tiene buen oído, es lo que quieres decir.

-¿Oído? -António Grácio sonrió-. Oído tienen todos ellos. Pero éste lo que tiene de especialísimo es el olfato. Me contaron que, cuando vivió con una amiga, inmediatamente supo que lo engañaba por el olor de las sábanas.

-çndale. ¿Sólo por el olor?

-Es lo que te digo. Tiene un olfato endiablado.

-¿Y con respecto a la comida? ¿Es de boca chica? ¿Come mucho?

-Come como pajarito -le respondió Grácio-. Me pregunto a mí mismo cómo es que un cuerpo de ese tamaño puede aguantar con tan poco. Pues se tiene que andar.

-Pues sí. En esta clase de vida se debe trabajar con las piernas y no es ninguna broma.

-Sí, se debe trabajar. El es de los que no se agachan, Miguel. Es un explorador de casta para que lo sepas. Es sólo apuntar con el bastón... y piernas para qué las quiero, pues no hay nada en el mundo que lo desanime.

Los dos compadres voltearon una vez más hacia Cigarra. Estaba en el mismo lugar, pero sentado ahora bajo el plátano y con la guitarra en su regazo.

-¿Y la ropa? -le preguntó también Miguel-. ¿Yo tengo que pagarle la ropa?

-No. Ni la ropa ni los instrumentos, eso no te toca a ti. Tú solamente tienes que pagarle la comida y recibir la mitad de las ganancias.

-En todo caso, Toino, dos billetes es dinero. Y además enfermo... No sé, tengo que pensarlo.

-¿Lo tienes que pensar? ¿Pero quién dijo que estaba enfermo, Miguel?

En ese instante se venían aproximando a Cigarra. António Grácio no perdió la ocasión y se dirigió al compadre:

-¿Ves? Ya está mejor. ¿Estás mejor, Cigarra?

-Así, así -le dijo él, y tan quedo que apenas se oyó-. Ahora sólo tengo sed -Miguel no esperó más.

-Listo, vamos a mojarnos la garganta. Aquí cerca hay un lugar agradable para eso.

Y Cigarra se levantó:

-El Retiro, lo sé bien.

No fue necesario ayudarlo, él mismo se puso la guitarra al hombro y agarró el bastón. La tarde empezaba a refrescar, una brisa muy suave se detenía sobre el ramaje. De repente un agitar de alas amenazador vibró desde lo alto. Miguel y Grácio no levantaron la cabeza, pero, tras ellos, Cigarra fijó el canto del ave.

-¿Era una abubilla, Toino?

No obtuvo respuesta. Los dos compadres discutían en un tono amigable y, si quisiera, podía oírlos. Pero no quería. En vez de eso pensaba en la abubilla.

-La abubilla es un pájaro sucio -caminaba hablando solo. Al fin y al cabo no pasaba de ser un pájaro de boñiga de buey. Pero nada garantizaba que fuera una abubilla. Por el contrario. El agitar de las alas era de agachadiza, y con ésas todo es más difícil de lo que se cree. Tienen más vivacidad, más aseo...

Oía la voz de su compañero. Por el tono, percibió que se dirigía a él:

-¿Todavía tenemos algunas cuerdas de reserva, no es así?

Le contestó que sí: un estribillo de oro y otro de sol mayor.

-¿Y folletos con la música? -se adelantó, muy ligero el compadre Miguel.

-Folletos -dijo Grácio-: tenemos media docena de cantos de fado y la coplas de la revista Salada de Alface.

Y Miguel:

-Compadre, como el Crimen de Chelas todavía no se han hecho versos iguales.

-¿Crimen de Chelas? Cigarra, ¿tú has oído hablar alguna vez del Crimen de Chelas?

-Sí. Es ése en que el papá mató a su hijo al nacer.

-Ah, bien. La Tragedia inhumana -dijo Grácio-. El título de la letra es Tragedia inhumana. Yo no conozco otra cosa, compadre.

Y empezó a canturrear:

-¿Puedo hacerlo en dos pagos? -preguntó Miguel-. ¿En dos mitades? -Grácio seguía arrullado en la cantiga:

-Es muy antiguo -comentó él al final de la cantiga-. Hoy ya no se hace música como antes.

Cigarra pescaba en la superficie mucho de lo que pasaba entre los dos compadres. Sentía caer la tarde y una gran cantidad de pájaros bajaba sobre la tierra tibia en busca de alimento. Gorriones, abubillas inmundas, mirlos viejos y conocedores.

-Y agachadizas. La agachadiza es amante del agua -engulló en seco-. En el Retiro -se prometió a sí mismo en voz alta-. Ni sopa ni nada. Lo que necesito es un vaso de vino bien fresco.

En ese instante chocó con alguien. Hizo un alto, eran los compadres que se habían parado en medio de la carretera.

-¿En qué quedamos? -le preguntaba el uno al otro.

-No sé, es un riesgo muy grande...

Cigarra anduvo por ahí, tentaleando al azar alrededor de él, con el bastón. Encontró un árbol, arrancado de raíz, extendido en la cuneta de la carretera. Se sentó, esperó. Persistentes en la plática, los otros ni repararon en él.

-Que sea lo que el destino quiera -dijo Miguel por fin. Sacó un fajo de papeles de la bolsa interior del chaleco y le entregó dos billetes de cien escudos-. Quien no arriesga no gana ni pierde.

António Grácio dobló el dinero:

-Pues el que no gana soy yo. ¿Sabes cuánto dio el Bizco por uno que le llaman el Platas? Tres billetes y medio. Y ni siquiera sabe agarrar el bandolín.

-Tocar o no tocar es lo de menos. La cuestión para mí es hacerla de guía. Y como te dije, yo de guía no entiendo nada.

-Aprendes, compadre. Si los perros aprenden, ¿por qué tú no has de aprender?

-Es justo -concordó Miguel, con aspecto preocupado-. Realmente, si fuéramos a ver las cosas, voy a hacerla un poco más que perro de ciego. Sí, el trabajo es eso -se quedó callado por momentos y después se decidió-: así sea. Lo que está hecho, hecho está. ¿Vamos a tomarnos una copa para cerrar el trato?

-No puedo -contestó António Grácio-. Mejor para la próxima.

-Yo pago, caramba. ¿Ni al menos una copa para cerrar el trato?

Pero Grácio tenía prisa, ahora más que nunca. Se acercó a Cigarra y lo abrazó:

-Disculpa. Nosotros no vamos a quedar peleados el uno con el otro, ¿verdad?

Cigarra se sonrió. Hizo un arabesco con el bastón y la mano le tembló. Tenía la voz de su compañero en el oído: ``Mi compañero es un tipo formidable, verás.'' Y también esa voz temblaba.

Entonces quiso decir cualquier cosa, pero sólo lograba agarrarse de Grácio y abrazarlo con fuerza, con tanta fuerza que el pecho le dolió como si le hubieran sacado todo el aire.

Pasado un rato, se hallaba sentado a la orilla de la carretera cuando sintió que alguien lo jalaba suavemente del brazo:

-Amigo, ¿vamos al Retiro?

Era al anochecer y no oían ni pájaros ni gente alrededor.

-Sí -murmuró él-. Al Retiro.

Y se levantó.

Versión: Mario Morales Castro