Guardó el secreto de lo que contó entre chatos de manzanilla una noche de feria, un torero que fue invitado a una de las casas de campo sevillanas por una morena rapajolera, cerca de las ganaderías de toros bravos. La arquitectura de la casa de estilo vasco que también rima en la naturaleza española contrastaba con las de corte sevillano. En el interior de la misma se agrupaban las obras pictóricas, los muebles antiguos, los tapices suntuosos, los bibelotes de jade, las porcelanas del retiro, los tibones persas, los biombos de laca, todo ello le daba el realce a esa mansión aristócrata española tradicional.
La morena seductora -me contaba el matador-- lo pasó a un amplio vestíbulo decorado severamente con muebles de roble tallado que sorprendía por la armonía y proporción de líneas, similares a las de su cuerpo. Dos grandes ventanales se abrían sobre la terraza, en la misma forma que sus pechos sobre el escote. En el muro una gran chimenea de piedra gris mostraba sus líneas implacables como sus piernas, torres altas. La vitrina incrustada en el muro en cuyo fondo aterciopelado destacaban valiosas porcelanas, semejaban la mirada de sus curvilíneas caderas. Los vasos de cristal de roca con frascos rosas formaban un conjunto de insuperable elegancia.
Todo esto era el marco de una dama que, durante años, enloqueció a los tablados de flamenco con su age y que tímidamente después de comer en su mesa de roble como las sillas, las puertas, los muebles y el biombo, los pasó después a su recámara que era la representación de la voluptuosidad. En la cama disimulada por un gran sofá repleto de almohadones nada echaría de menos el más exigente. La morena adornaba con sencillez la estancia con unos cuadros entre los que destacaban litografías de Goya -La merienda y la maja desnuda+hablaban de una cultura asimilada en los teatros del mundo, así como su ingenio gitano.
Luego todo lo bello, antes descrito, se podía relegar a segundo término ante incomparable cuerpo moreno, todo en pendiente, que se desnudó en una efusión de bálsamo, dulcidumbre torera, y tibieza de mano amante que se derramaba y contagiaba su suavidad de sortilegio. Una aura de luz violenta en torno al cuerpo, sugería calma en medio de tanta excitación, al sentir las voces de la carne morena, más tersa que la del mármol que trasmitía ondulaciones que levantaban como hamacas al revés. Mientras, las miradas simulaban ser de agua que devolvía las imágenes. Los espíritus se abrieron y surgió una música flamenca desordenada cual embate enfurecido de las olas que les impedía mantenerse a flote y era fugacidad del tiempo que se iba como se fue el toreo que nunca regresará.