La Jornada domingo 19 de julio de 1998

TRIBUNAL CASTRADO

El establecimiento del Tribunal Penal Internacional (TPI) es, sin lugar a dudas, un avance importante en la difícil construcción de la legalidad internacional. La investigación y el castigo por crímenes de guerra, genocidio, agresión bélica y otros, acciones que hasta ahora se realizaban al arbitrio de la capacidad y la voluntad para emprenderlas por parte de las naciones más poderosas, podrán efectuarse de manera regular e institucional. Ello puede contribuir a erradicar la ley del más fuerte, la cual sigue siendo, en buena medida, norma básica en las relaciones internacionales.

La diferencia principal entre el nuevo tribunal y la Corte Internacional de Justicia de La Haya es que esta última no tiene ningún poder para hacer cumplir sus sentencias, las cuales pueden ser, en consecuencia, ignoradas por países fuertes y ricos, como ocurrió en la década pasada, cuando el gobierno de Washington fue condenado en esa instancia por sembrar minas en los puertos atlánticos de Nicaragua.

Sin ignorar estos aspectos positivos de la decisión tomada anteayer por la Asamblea General de la ONU, sería prudente atemperar el desbocado entusiasmo del secretario general de ese organismo, quien calificó la creación del TPI como ``un paso gigantesco'' hacia la consecución de la justicia internacional.

No puede ignorarse que la instancia referida surge con graves limitaciones y distorsiones de origen, como su supeditación al Consejo de Seguridad de la ONU, cuyos miembros permanentes podrán paralizar a su arbitrio al TPI por un plazo de hasta dos años. Esto significa, en la práctica, que los gobernantes de Estados Unidos, Rusia, China, Francia e Inglaterra, dispondrán de inmunidad total de cara a ese mecanismo de impartición de justicia, inmunidad que podría convertirse en impunidad y que podría extenderse a aliados estratégicos o coyunturales de los cinco gobiernos mencionados.

Tal disposición vulnera el principio básico del derecho de igualdad ante la ley y abre una perspectiva ominosa ante la posibilidad de que Washington, Pekín, París, Londres o Moscú perviertan el sentido original del TPI y lo conviertan en un instrumento al servicio de sus intereses geopolíticos.

Con tales consideraciones en mente, debe reconocerse la pertinencia de la postura mexicana en contra del TPI y la decisión de no firmar el acuerdo de su creación. Como lo señaló el embajador Sergio González Gálvez, se trata de un tribunal ``castrado por el derecho de veto'' de las potencias que ganaron la Segunda Guerra Mundial y que, hasta la fecha, mantienen un control antidemocrático, inmoral y peligroso sobre la más importante institución de la comunidad internacional.

No puede pasar inadvertido el hecho de que tres de esos gobiernos -Estados Unidos, China y Rusia- rechazaron la constitución del TPI por razones contrarias a las esgrimidas por México; es decir, porque consideraron que el Consejo de Seguridad no tiene suficientes atribuciones en esa corte. En el caso de las otras naciones opuestas al acuerdo -India, Indonesia, Libia, Israel y Turquía, entre otras- es claro el temor de sus dirigentes a ser acusados en dicho tribunal por las diversas atrocidades que han cometido contra su propia población o contra la de naciones vecinas.

El desafío actual para las naciones es avanzar en la conformación de instancias internacionales de procuración de justicia verdaderamente autónomas, equitativas e imparciales y, en consecuencia, confiables. Una posible ruta de acción en este sentido sería pugnar por la plena separación entre el TPI y el Consejo de Seguridad que, de lograrse, significaría el fortalecimiento y la legitimación de esa nueva corte internacional.