Las elecciones del 5 de julio pasado, en las que sobresale la participación de votantes y la ausencia de conflictos posteriores a los comicios, son un signo alentador en esta atribulada y contaminada transición mexicana. Procesos y resultados electorales se unen de nuevo, como en 1997 y aun en 1994, para darnos señales de cambio en un sentido principal que no tenemos por qué no calificar de democrático.
Sin embargo, no se puede cantar victoria en ese propósito. Nuestro Congreso de la Unión no legisla ni delibera aunque sus paladines no dejen de perorar y amenazar, y en el llano sólo se hacen notar quejidos y amarguras, irritación y pérdida de ánimo no porque el postmodernismo totonaca se haya apoderado del ánima mexicana, sino porque la vida se ha vuelto cada día más ardua y los horizontes cada vez más opacos. Agreguemos a esto las violencias armadas de Guerrero y la interminable sangría chiapaneca, y tendremos un cuadro que impide hablar racionalmente de una normalidad que vaya más allá de lo electoral.
Lo primero que uno espera de una situación como ésta es que los actores fundamentales del tránsito, los que se supone son portadores de la voluntad de cambio y de mejor futuro, se hagan cargo de las implicaciones corrosivas que tiene para la ruta que dicen querer encabezar. Y si algo hay que decir sucintamente al respecto es que ninguno de ellos, gobierno, partidos y empresa organizada parece estar a la altura del reto, ni en la propuesta ni en la retórica.
La democracia vive así en soledad, aunque pueda decirse que de todas maneras va, en hombros de una ciudadanía entusiasta y pacífica, que no deja ni parece dispuesta a dejar de votar. No, al menos, mientras se le asegure un respeto mínimo a sus decisiones.
Nuestra democracia solitaria, cortejada a diario por demócratas que luego la maltratan y humillan, está hoy acosada por severos conflictos políticos originados fuera de su dominio, pero que ponen en jaque la eficacia mínima que en cualquier latitud se espera de ella. No es, por cierto, la revuelta social anónima y sin discurso la que ataca, sino tendencias, realidades y movimientos que en abstracto pertenecen al territorio de lo moderno, pero que en concreto recogen todo lo que de salvaje y atrasado tuvo el desarrollo anterior.
Entre el laberinto bancario, que tal vez por miedo insistimos en resumir bajo las siglas estridentes de Fobaproa, y la interminable erosión chiapaneca, que también por temor identificamos con Marcos y sus siglas, el EZLN, se forma un vacío envenenado capaz de dar al traste con las esperanzas de una pronta normalización política con signo democrático. De entrar en ebullición, este volcán de dos bocas puede destruir y arrasar, pero a la vez dar luz a nuevas y terribles maneras de gobernar y pacificar, una normalidad atroz que poco tendría que ver con la que apenas hemos empezado a dejar atrás.
Si proyectamos las tendencias vociferantes del último texto de Marcos, su renuncia total y majadera a la comunicación civilizada como supuesto insus- tituible de la política democrática, lo que tenemos es la posibilidad de acciones y soluciones de fuerza, que le darían al EZLN su paso al panteón del heroísmo pero que dejarán a las comunidades indias en la desolación y la desesperanza absolutas. Por eso es un error hablar de paz y guerra: lo que está en juego es la protección y salvación de los más débiles entre los débiles y, sin duda, el ver si podemos empezar el siglo sin otra matanza que nos llene de rencor pero al final, y a todos, de vergüenza.
Algo similar puede proponerse respecto al asunto bancario. Se puede, como de hecho se hace, jugar a estirar la liga y buscar justicia inmediata y final. Lo que no se puede es hacer como si no se supiera que el desenlace más probable de este juego entre justicieros y prepotentes es una nueva crisis financiera que lleve al país a una recesión mayor.
La democracia, entendida como escenario de conflictos que son impensables sin la disposición al acuerdo, ofrece caminos que alejen a México de una solución sangrienta en Chiapas y lo acerquen a un despeje productivo en la banca. De igual manera, si se concibe la democracia como un proceso que sólo es real si sus sujetos principales, partidos, gobierno, grupos de interés, están explícitamente sometidos a reglas públicas y exigibles, podemos aspirar a que no se consume lo que hoy se gesta: que los principales enemigos de ella sean los propios demócratas. Después de todo, la democracia es también una forma, precisa y detallada o no es nada, de luchar y conseguir el poder. Lo que importa es respetar su código... y sus tiempos.