¿Cómo conservar la memoria?, ¿cómo protegerse del olvido? Quizá sea ésta, protegerse contra el olvido, una de las razones principales para exhibir una colección de viejas fotos de la vida judía, patrocinada por varias instituciones, entre ellas la embajada de Polonia en México. Y aún veo sus rostros es la exposición que alberga el antiguo Colegio de San Ildefonso, cada vez más bello, más armónico, más sereno, con sus patios arbolados, pintados en tonos escarlata y amarillo en contraste con la piedra y los opacos y a veces luminosos frescos con que Orozco también resguardó nuestra historia.
¿Y qué nos dicen esos rostros resucitados, semejantes a los nombres grabados en las columnas del museo del Holocausto en Israel, Vad Yashem? Son imágenes de una humilde vida judía cotidiana, para siempre desaparecida como todas las vidas cotidianas del pasado, pero que va marcada por un signo más violento, el de un salvaje e implacable ejercicio de borramiento.
De los múltiples retratos escojo algunos: la foto que identifica a la exposición, la de una pareja de hermanos, ella, casi idéntica a mi madre --y me imagino, a todas las madres de mi generación, hubiesen nacido en Rusia, en Ucrania, en Polonia-- una muchacha con el pelo recogido y la mirada abierta, y un muchacho, que evoca el rostro de mi tío Volodia, único hermano de mi madre que emigró a México para protegerla; me conmueve su franco y joven rostro alargado, con orejas puntiagudas --parecidas a las de Kafka-- y un color sepia que lo unifica todo, la nostalgia y la ternura.
Otra imagen singular, la de unas calles judías en Varsovia, cuyos negocios humildes o elegantes llevan letreros en polaco y en yidish, y la señora polaca que conservó las fotos y las envió al archivo Shalom recuerda, entre otras cosas, el penetrante olor a naftalina con que los judíos pobres envolvían sus ropas sabáticas para protegerlas de la polilla.
El olor sale del cuadro, penetra mi olfato y mi recuerdo, a la manera de la Magdalena de Proust: mi madre mantuvo vigente esa costumbre y encerraba con llave la ropa fina en un ropero retacado de bolitas de naftalina, para que algunos años más tarde recuperáramos las ropas totalmente nuevas, aunque agujeradas, con un olor que permeaba tanto los vestidos como los chocolates almacenados allí.
Sin embargo la íntim,a nostalgia cede paso al horror. Un rostro me detiene, es el de un hombre en sus treinta que lleva camisa y corbata, encima el uniforme del campo de concentración de Dachau, donde murieron su esposa y su hijo, recuerdo tan penoso que nunca pudo mencionar ni su muerte ni sus nombres, hundidos sin remedio en el olvido. De la vida familiar se pasa a las imágenes del exterminio y la vida concentracionaria: las desgracidamente casi habituales figuras de judíos hacinados en una plaza, con sus ropas viejas y sus estrellas amarillas, esperando; luego, unos vagones repletos adaptados más tarde como campos portátiles de exterminio, una fila de judíos ortodoxos, obligados por los nazis a retratarse tirándose de las barbas; jóvenes cruzando a nado un río, mientras los SS se entretienen jugando tiro al blanco; un montón de cuerpos desnudos hacinados, antes de su entierro en la fosa común. Algo inusitado me ilumina, la foto de una hermosa muchacha bien vestida que sonríe en pleno 1947.
Se conservan también, en archivos de Polonia y Rusia, cientos de fotografías, planos y papeles que muestran desde su inicio la evolución del campo de exterminio por antonomasia, Auschwitz, documentos que los nazis olvidaron o no tuvieron tiempo de destruir. Son una protección contra el olvido, pues elucidan los mecanismos mentales que propiciaron la construcción del campo, la ignominiosa utopía.
``Esos materiales reconstruyen la historia al revés --dicen Debórah Dwork y Robert Jan Van Pelt en su libro Auschwitz, 1270 hasta el presente--, desde su estructura hasta la decisión inicial, la planificación, la idea. Iluminan los caminos que los SS trazaron y las opciones que escogieron, su ambición y su resultado. Y revelan la extensa y masiva complicidad de los alemanes en varias etapas de ese periodo. Auschwitz no fue una tragedia preordenada ni un desastre natural. Los dirigentes nazis no anticiparon en 1940 lo que iban a perpetrar en 1944. Sin embargo, paso a paso, negativa tras negativa, los arquitectos, con el apoyo de sus jefes, planearon y ejecutaron el horror que llamamos Auschwitz y, con el beneplácito y la ayuda de los burócratas, tecnócratas y hombres de negocios alemanes''.
Eduardo Rabossi, prologuista de Usos del olvido (Paidós, Buenos Aires) cice, refiriéndose al periodo de violencia extrema, la dictadura en Argentina que dejó heridas de difícil cicatrización:
``La tesis que primó con el advenimiento de la democracia fue la del recuerdo, la patentización de lo ocurrido, la de la memoria como reverso moralmente virtuoso y políticamente valioso del olvido. El problema en ésta y otras cuestiones, no es tanto negarse a olvidar --cualquiera sea el signo de los olvidable-- sino estar seguros de que el olvido va a asegurar la salud de los individuos y de la nación''.