En muchos de los textos de Emilio Carballido se puede advertir cómo la crítica social, que no se descarta del todo, cede paso a planteamientos éticos que rebasan lo meramente circunstancial. En Los esclavos de Estambul la propuesta última es la negativa al erotismo forzado; en Escrito en el cuerpo de la noche, el dejar a los jóvenes --hijos o nietos-- su posibilidad de realizarse por sí mismos, también sin imposición alguna. Luminaria --que me parece menor en relación con las anteriores-- trata de la aceptación propia con su cauda de éxitos y fracasos, al mismo tiempo que continúa en la línea de solidaridad, casi cómplice, generacional.
Estructurada dentro del realismo, que muchos le critican pero pocos logran trabajarlo tan airosamente, la comedia que ahora conocemos vuelve a mostrar las grandes dotes de Carballido para la construcción de personajes, para el diálogo eficaz, el fresco ingenio y, sobre todo, un gran sentido del tempo teatral. Y aquí cabría hacer un paréntesis para insistir en varios puntos. Por una parte, Emilio ha manejado muchos otros estilos, sobre todo el expresionismo, pero se le limita tercamente como autor realista. Por la otra, el desprecio hacia el realismo parte de un par de prejuicios, la coleta de ``socialista'' que muchos le añaden de manera mecánica, y de la confusión entre este estilo y el costumbrismo, del que también se habla sin mayor análisis. En verdad muchos gustamos de exploraciones dramatúrgicas que abran nuevos caminos, pero me parece de una gran ineptitud rechazar un estilo en que se pueden presentar los caracteres más bien delineados de la escena. Cierro el paréntesis y me remito a Luminaria.
En esta comedia Carballido no nos propone esos personajes cotidianos y pequeños que de pronto se ven enfrentados a situaciones límite y que tanto nos conmueven en otras de sus obras. En Luminaria, sus únicos tres personajes son completamente atípicos, sin contrapunto con algún otro que represente al reconocible hijo de vecino --es decir, la tipificidad-- y con todo resultan extremadamente verosímiles. La diva retirada, que vive en un estrambótico mundo de falsos recuerdos no podría tener un criado común y corriente que le aguantara sus desplantes. Sólo el ex travesti Lupe, hijo de su costurera y antiguo camarista suyo, puede ser fiel y sumiso ante sus arrebatos, y sólo un escritor incipiente y ambicioso como Franz Martínez se hubiera acercado a la princesa Yamilé.
En principio, la insistencia del joven a enfrentar a la vieja diva con su verdad parece cruel y monstruoso porque significa un verdadero despojo (y aquí no se puede evitar un eco pirandelliano acerca del intento de Yamilé de vestir al desnudo y ennoblecer sus crudos recuerdos). Poco a poco entendemos que la actitud de Franz se debe a la necesidad de asumir sus propios fantasmas. Hay también una reflexión acerca de la literatura desde el punto de vista del autor: la realidad contiene más elementos dramáticos --novelescos, en este caso-- que las torpes fantasías, y ``el arte da forma y sentido a la realidad''.
Los personajes transitan hacia su cambio. El más evidente resulta ser el de Yamilé, al aceptarse, pero el más complejo es el del manipulador Franz, que juega tanto con la diva como con el ingenuo Lupe --hay que ver cómo lo conquista al mostrarle una fotografía suya en un papel trasvestido de Las criadas de Genet en una representación universitaria. El único que no sufre cambios es Lupe, personaje más de farsa, pero cuya actitud permite ciertos tránsitos, el más afortunado de los cuales es la evasión del melodrama hacia un tono fársico en la escena del llanto común. Los diálogos, como siempre en Carballido, son chispeantes, no exentos de lirismo en ciertos momentos, y medidos.
La dirección de Juan Ramón Góngora es pulcra, quizá excesivamente ilustrativa del texto, muy convencional aun en las transiciones entre escena y escena, que repiten lo ya visto en muchos montajes. Una escenografía muy bien ambientada y un vestuario eficaz --sobre todo el de Yamilé, que consiste en un vestido negro básico sobre el cual se superponen batas y caftanes que facilitan la rapidez de los cambios de ropa-- de Fernando Zamudio Palacios apoyan al director.
El regreso de Rosa María Moreno es muy acertado, quizá porque este papel permite que la actriz, que siempre ha sido un tanto formal, se explaye en gesticulaciones grandiosas; de cualquier manera, está muy graciosa e intencionada y sus movimientos son de particular elegancia. Marco Vinicio Estrello es convincente, no así José Juan de la O, de físico excesivamente rudo para ser un imitador de ``estrellas'', por lo que sus amaneramientos --justificados por su antigua profesión-- resultan algo paródicos.