Luis Villoro
El futuro de los pueblos indígenas
En los últimos decenios hemos asistido a una nueva presencia de los pueblos indígenas en la conciencia pública. Preguntamos ahora por su futuro. Depende, en mi opinión, de la manera en que esa presencia influya en el futuro de la nación, transformándola. Son tres las líneas en que apunta esa transformación: 1) El paso del Estado-nación homogéneo a un Estado plural; 2) La realización de una democracia participativa; 3) La recuperación de los valores de la comunidad.
Veamos la primera línea. La historia del México independiente puede verse a la luz de la contraposición de dos concepciones del Estado nacional. La primera es la que triunfa. Siguiendo las ideas de la época, la nueva nación nace de un contrato social entre individuos iguales entre sí. La asamblea de representantes del pueblo constituye la nueva nación. Es una nación proyectada, porque la nación real está conformada por una diversidad de pueblos, de culturas, de regiones y grupos. Frente a la heterogeneidad de la nación real, un grupo de ``letrados'' criollos y mestizos impone su propia idea de nación, haciéndola pasar por un contrato de todos. Pero los pueblos indígenas no han sido consultados, no han entrado de hecho en el ``contrato'' social. Tienen que aceptarlo, unos por ser vencidos en combate, otros, por carecer de una alternativa.
La nueva nación se concibe como una unidad entre Estado (sistema de poder político) y nación (unidad de cultura y proyecto colectivo). Al nuevo Estado debe corresponder, por lo tanto, una nación homogénea: un solo orden legal, una sola lengua, una educación común, una cultura nacional, un solo proyecto colectivo. Sólo se admiten las diversidades que no rompan esa unidad. Los sujetos del Estado-nación son ciudadanos iguales, de los cuales se abstraen las características (culturales, sociales), que pudieran diferenciarlos. ``Ya no hay indios, ni españoles, ni castas, todos son ciudadanos americanos'', proclaman los primeros diputados.
Esta concepción de un Estado-nación homogéneo, conformado por ciudadanos iguales entre sí, priva en toda nuestra historia. Corresponde al Estado liberal. De él quedan excluidos los pueblos diferentes, que pertenecen a comunidades heterogéneas. Después de la Revolución no sólo perdura sino se reafirma esta concepción. Manuel M. Gamio, el padre del indigenismo, veía un México escindido. El remedio era construir la unidad en el crisol homogéneo de una sola ``patria''. La patria igual para todos había que ``forjarla'' (Forjando patria es el título de su obra más importante). El indigenismo es un movimiento generoso que trató de redimir a los indios, elevando su forma de vida. Pero interpretó su ``redención'' como su integración en la cultura nacional dominante, criollo y mestiza, con el abandono consiguiente, paulatino, de lo que constituía su diferencia.
Pues bien, frente a esa concepción del Estado-nación homogéneo, recorre nuestra historia otra idea de nación, sentida más que pensada. Es una visión popular, localista, propia de las comunidades ligadas a la tierra y de los poblados marginados. Mientras los letrados criollos proyectaban asambleas para constituir la nación, a la manera norteamericana o francesa, las masas que seguían a Hidalgo y a Morelos luchaban por objetivos concretos: la disminución de la opresión del Estado, el usufructo de la tierra, la libertad de las comunidades concretas a las que pertenecían. Poco sabían de la instauración de una república y en nada les concernían los congresos donde peroraban los letrados criollos. Frente a la concepción de un Estado-nación homogéneo, defendían sus comunidades reales, donde transcurría la vida de las personas concretas.
Pero esa corriente popular es derrotada, como lo será más tarde la que encabezarán Villa y Zapata. Frente a la concepción del Estado homogéneo de Carranza y Obregón, la corriente popular de la Revolución perseguía intereses ligados a contextos locales diversos. No tenía un concepto claro del Estado nacional y fue incapaz de oponer a la corriente constitucionalista, una alternativa de gobierno a nivel nacional. Su preocupación era la tierra y, por ello, su exigencia era las autonomías locales, no el gobierno nacional. ``Las exigencias locales -señala Arnaldo Córdova (La ideología de la Revolución Mexicana, ERA, México, 1973, p. 171)- se combinan nacionalmente con el único tipo de gobierno que no sólo podía convivir con ellas, sino además promoverlas y garantizarlas: un gobierno que se debiera a las autonomías locales y que sólo con base en ellas pudiera subsistir''. Si su idea de nación no coincide con el Estado homogeneizante liberal, tampoco se adecua a su individualismo. A la base de su proyecto no están ciudadanos aislados, sino estructuras comunitarias: los pueblos indios y mestizos en el Sur, las colonias agrarias militares en el Norte.
Los valores fundamentales que reivindican no son la libertad individual ni la igualdad formal ante la ley, sino la justicia y la colaboración fraterna. Todo esto apunta a una idea de nación, sentida más que formulada, pero, en todo caso, distinta a la del Estado-nación homogéneo de la tradición liberal.
La concepción del Estado-nación está actualmente en crisis. Apenas ahora vislumbramos la posibilidad de unir las dos ideas de nación que recorrieron nuestra historia. La presencia de los pueblos indígenas invita a un nuevo proyecto. El reconocimiento de la multiplicidad de pueblos y culturas que componen el país, si es genuino, implica un nuevo diseño del Estado nacional: del Estado homogéneo a un Estado plural.
Un Estado plural reconoce, junto al derecho a la igualdad, el derecho a las diferencias. Porque la igualdad --rasgo de la justicia-- no consiste en la uniformidad sino en la equidad, es decir, en el respeto y tratamiento igual de todas las diferencias.
El Estado plural no es resultado de un acuerdo entre individuos que se consideran intercambiables, sino entre personas situadas, con identidades propias, pertenecientes a culturas diversas. Los sujetos y grupos que sustentan valores distintos y tienen diferentes ideas de la nación cooperan aceptando sus diversidades en un Estado plural.
El Estado plural no pretende identificarse con una sola cultura. Es multicultural. ``Forjar la patria'' no consiste, para él, en integrar a todos los pueblos en una misma forma de vida y en una misma concepción del mundo. Forjar la patria es construir un espacio de diálogo y una colaboración entre pueblos con identidades culturales diferentes. Sólo entonces el ``contrato social'' que constituye la nación deja de ser resultado de la imposición de una parte, para convertirse en un acuerdo negociado entre todos los pueblos.
El Estado plural no elimina la unidad, pero la finca en la cooperación y solidaridad entre colectividades que guardan sus diferencias. La Constitución del Estado debe entonces reflejar esa colaboración en el respeto a las diferencias. En una frase del EZLN, recogida por el Congreso Nacional Indígena, podríamos resumir su lema. La nación es ``un mundo donde caben muchos mundos''.