La antigua ciudad de México fue hogar de judíos desde la época virreinal, aunque en esos tiempos vivían escondiéndose de la siniestra inquisición. Esto dio lugar a que la gran mayoría se hicieran cristianos y se dieron casos como el de la famosa familia Carvajal, en donde había un hermano clérigo y otro judío fanático.
Fue hasta la época porfirista en que muchos vinieron fundamentalmente por razones comerciales, pues el régimen les daba toda clase de facilidades, lo que llevó a que fueran líderes en la creación de importantes empresas como el Palacio de Hierro, el Banco Nacional de México en sociedad con mexicanos y la joyería La Esmeralda, considerada entre las mejores del mundo en su época. Desde luego tenían estrechas relaciones con los miembros del gabinete de Profirió Díaz y la aristocracia, algunos también fueron amigos de Madero, quien ya siendo presidente les otorgó autorización para que edificarán un panteón judío. Curiosamente no tenían casa de rezos ni sinagoga.
Muchos de ellos al iniciar la Revolución regresaron a Francia de donde la mayoría eran originarios y los que se quedaron se casaron con mexicanas y se asimilaron al país. Fue hasta principios de este siglo que se inició una fuerte inmigración, primero de países de Medio Oriente como Siria y Turquía, que huían del servicio militar y las duras condiciones de vida.
En la década de los veinte, los inmigrantes procedían principalmente de países del centro de Europa, en donde se desató un fuerte antisemitismo. Estos, al igual que los sefaradíes, se instalaron en el rumbo de la Merced. Allí levantaron la primera casa de rezos, una escuela de religión, carnicerías kosher, panaderías y tiendas de abarrotes con sus productos. Paradójicamente, en la calle de Jesús María vivían el rabino, el enterrador, el músico, el que hacia las circuncisiones y la cocinera de las fiestas.
La primera sinagoga se estableció en 1923 en la calle de Justo Sierra, llamada Monte Sinaí; veinte años más tarde los judíos askenazim, o sea los de origen europeo, fundaron su propia sinagoga a unos pasos de la de los sefaradíes. Ambas sobreviven, no obstante que hoy los judíos no habitan en el centro, pero no faltan algunos devotos que todos los días pasan a hacer sus oraciones para mantenerlas vivas.
Esta es la parte de la historia que nos cuenta Mónica Unikel-Fasja en un interesante y ameno artículo, que aparece en la revista del Consejo de la Crónica: Crónicas de la Ciudad de México, correspondiente al trimestre que comienza. Comparte páginas con Miguel León Portilla en un maravilloso y conmovedor poema en náhuatl, Andrés Henestrosa que actualiza una sabrosa crónica capitalina, del poeta yucateco Roque Armando Sosa Ferreyro y Eugenia Meyer, quien en delicioso artículo habla sobre la vieja herencia de oralidad que tenemos desde tiempos prehispánicos y que actualmente se muestra en el Programa de Historia Oral de los Barrios y Pueblos, que lleva a cabo el Consejo de la Crónica, parte de cuyos frutos aparecen en la misma publicación; este número se dedica a San Juan de Aragón, antigua hacienda y hoy populoso barrio, cuya evolución conocemos por boca de sus pobladores de más edad. De venta en Gandhi, Pórtico, Sanborns, Parnaso y demás librerías de esa talla.
Continuando con los judíos en el Centro Histórico, además de las sinagogas -una de ellas muy bellas- han dejado huella de su paso por este lugar con un restaurante kosher ubicado en Izazaga 118. Su abundante menú es supervisado por el rabino Maguen David, lo que permite a los creyentes disfrutar hasta unos ricos y picosos tacos, con toda tranquilidad. Por cierto, Mónica Unikel organiza recorridos por los lugares del Centro Histórico, en donde convivieron esos primeros judíos, que fueron semilla de la comunidad que ahora es parte significativa de nuestra ciudad. Se le localiza en los teléfonos 202 26 21 y 540 51 84.