Aline Pettersson
El saber te hará pecador
No es sitio para proclamar todos los motivos que me hicieron dejar, en mi juventud, la fe católica. Pero las últimas declaraciones de sus jerarcas, después de indignarme, me llevan a recordar, a analizar, desde luego que no mi caso, sino el discurso fundamentalista, machista, retrógrado que los miembros del clero nos endilgan. Pero para ello debo remitirme hasta mi infancia, donde descubrí (en una familia poco religiosa) el arrobo ``místico'' de una niña que quería dedicarse a Dios. Entonces jugué a decir misa, hasta que supe que eso no era cosa de mujeres. Debe haber sido el mismo tiempo en que supe que mis flacos brazos infantiles tenían que vestir manga larga en la Iglesia para no ofender a Dios. Nadie pudo (o quiso) explicarme entonces qué de mis tristes extremidades era tan ofensivo, mientras que las mangas cortas de mi hermano no alteraban al Señor.
Dicen estos señores que pretenden saberlo todo de la sexualidad humana, que ``eso'' sólo se permite con fines de procreación, en el matrimonio. Y yo, incluso, recuerdo a algún cura, en los albores de mi vida de casada, que aseguraba que era mejor no gozar mucho, pero que si no podía evitarse, que durante el clímax se elevara el corazón con una prez y se dirigiera la vista al crucifijo que seguramente presidiría el acto desde la cabecera del lecho conyugal.
Sé también --con cercanía-- de los milagros que amistad y limosna consiguen para declarar nulo un matrimonio, a los ojos de Dios, claro está. He sabido de los abusos pedofílicos, homosexuales o no, de educadores de escuelas confesionales. Se me dirá que la religión no está en entredicho, sino algunas ovejas del rebaño. Pero el asunto es que muchos altos dignatarios acusados de ello han sido protegidos. Pesa más el apoyo incondicional que las acusaciones reiteradas de los afectados.
Si a la humanidad no le es dado modificar los designios de la naturaleza, todas las vacunas deberían estar prohibidas, al igual que la cirugía que mancilla el cuerpo hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿Por qué preocuparse sólo por el empleo del condón? ¿Qué lo hace más condenable que la extracción de la vesícula biliar, por ejemplo, creada con una función muy específica? Al Señor no puede agradarle que le quieran enmendar la plana. Y es claro, también, que el Señor debe querer que el mundo se llene de gente que lo alabe muriéndose de hambre o de sus enfermedades, entre ellas, el sida.
Mi condición de hija de la pecadora Eva me mostró muy temprano en la vida mis nulas posibilidades de carrera eclesiástica. No pude formar parte del pensamiento humanitario del clero. ¿Pero qué puede saber el hombre de lo que sienten las mujeres? ¿Será necesaria siempre la casuística? Nadie (o muy pocas mujeres) buscarán en el aborto la forma idónea de control natal. Es un argumento falaz. Diversas causas llevan a ese penoso extremo. Y los hombres seguirán preñando a las mujeres, ejerciendo tantas veces el mismo machismo que refleja el discurso de la jerarquía católica. Y se seguirá recurriendo al aborto; al aborto que mata a quienes no tienen los recursos para solicitar ayuda médica adecuada. Estoy segura que, igual que yo, quien lee esto conoce en clases sociales con una situación económica desahogada, mujeres de familias persignadas que discretamente son atendidas por abortar. Pues ¡qué bueno! Pero, ¿por qué ese recurso les está vedado a quienes no pueden tomar el chocolatito con el señor obispo?
¿Por qué negar la asistencia médica a quienes, de cualquier forma, van a buscar ese último --sí, último-- remedio? ¿Por qué le complace más al Señor arrojar a los niños a la calle? ¿Qué le habrá sido más grato, defender --Santo Oficio de por medio-- que la tierra era el centro del universo, o cambiar su punto de vista? ¿A quién le harán falta los anteojos, a Dios o a sus vicarios?
O, visto de otra manera, acaso la muerte de miles de mujeres desangradas sea uno de los métodos naturales de control de la explosión demográfica. Porque también se dice que la educación sexual informada atenta contra la castidad, da malas ideas que, de otra manera, nadie tendría. ¡Joven, cierra los ojos, los oídos, que el saber te hará pecador!