Horacio Labastida
Gobierno de facto y gobierno de Estado

Cuando los negociantes franceses dinamitaron a la aristocracia del derecho divino de los reyes, lograron exitosamente suplir al Estado absolutista por la democracia y su soberanía popular. Se supone que al emerger el pueblo como actor principal en el escenario político, la democracia comenzó a multiplicar sus raíces por el planeta. Claro, la democracia de finales del siglo XVIII no ha sido jamás ni única ni homogénea, porque en lo fundamental el pueblo ha estado siempre segmentado y dividido en sus intereses, según lo hicieron constar los babuvistas como críticos severos por igual de la revolución de Danton y Robespierre, o bien de la jeffersoniana de 1776 y la federalista de 1787; en el Manifiesto de los iguales anunciaron una nueva y más profunda revolución que la protagonizada en la Bastilla.

Si admitimos que la historia es gran maestra de la política, estamos aceptando la validez de sus enseñanzas en los temas que ahora nos interesan. La idea de pueblo que nos entregó el siglo XVIII es la de un pueblo configurado por la élite del dinero y las demás clases crecientemente pobres, aunque la clave de esta concepción muestra a una burguesía cupular y a una masa no adinerada convencida de que los adinerados son los mejores pilotos de la nave social. Sólo la oferta y la demanda en los mercados libres puede gestar el mejor de los mundos posibles, dejando que los marginales, sin importar su número, caigan en el abismo de la muerte. En lo central el neoliberalismo del actual capitalismo trasnacional conserva y expande esa misma filosofía. La otra lectura de la democracia prueba con evidencia que la élite del dinero y su libre circulación de la riqueza no satisfacen las verdaderas necesidades del hombre: el ser noble y feliz, al proclamar que estos ideales serán realidades cuando haya equidad y justicia en la distribución de los bienes materiales y espirituales.

¿De qué manera esas dos concepciones de la democracia se reflejan en el concepto de Estado? Acentuemos por ahora sólo las coincidencias; quizá la más importante sea su común entendimiento del estado de derecho, cuyo significado formal traduce el principio de legalidad: la autoridad sólo puede hacer aquello para lo que expresamente está facultada por la ley; el individuo puede hacer todo lo que no prohíba la ley, o sea que la legalidad, transformada en eje de todo lo que públicamente ocurre en el Estado, es el instrumento regulador de los mandamientos sancionados por el Congreso Constituyente en su papel de personero directo de la soberanía popular. Ahora bien, los debates de esta asamblea son trascendentales porque al sancionar la estructura del Estado definen a la vez el deber ser del propio Estado, sus funciones y finalidades en relación con los anhelos y demandas del pueblo organizado políticamente; en síntesis, el valor moral del Estado expresado en el segundo elemento del estado de derecho es su legitimidad. Esta, la legitimidad junto con la legalidad son requisitos sine qua non del estado de derecho en las democracias de que antes se habló. La ley sin moral, o sea sin legitimidad, no es ley.

La democracia real en México es una larga y lamentable mentira. Miremos el presente. Nuestros gobiernos -no se olvide que gobierno es el aparato ejecutivo del Estado- han violado continuamente la Constitución de 1917, desde el asesinato de Carranza y los cañonazos obregonistas hasta la privatización de los bienes nacionales y las tortuosas transacciones del Fobaproa, violación o desgarramiento que hizo del gobierno un gobierno de facto opuesto al gobierno de Estado, es decir al gobierno legal y legítimo. Por lógica interna el gobierno de facto es autoritario, extraño al pueblo y comprometido con las élites del dinero: en cambio, por su lógica interna el gobierno de Estado es legal, legítimo y comprometido con el bien general del pueblo. Las realidades no son optimistas; repetimos nuestra insistente pregunta, ¿podrá la sociedad civil cambiar al gobierno de facto en un gobierno de Estado?