Uno de los más viejos argumentos de la derecha es el de la ``neutralidad''. La antigüedad de esta treta no le quita su efectividad a la hora de desempolvarlo y esgrimirlo como argumento de razón definitiva. Así, en nombre de supuestos valores generales y ``neutrales'', se induce a sociedades enteras a asumir una posición que sólo es conveniente para un sector.
En los últimos años, la derecha a nivel mundial ha abrazado la idea de que no hay más camino en lo económico y en lo social que el de los mercados. En esta vía condena al pasado como un sinónimo de premodernidad y arcaísmo, como si las sociedades, por ejemplo la mexicana, no pudieran recordar que en la época que ahora se descalifica como paternalista y obsoleta se vivía mejor que en la última década y media, en la que supuestamente hemos entrado a la modernidad y el Primer Mundo.
En este diseño, también la política resulta incómoda e inútil. En efecto, como ya se llegó al fin de la historia y las ideologías han ``fracasado'' dejando el paso libre a un solo modo de pensar, a un solo modo de estructurar la sociedad, la democracia debe ser reducida a un juego electoral que cambie siglas y personajes, pero no directivas económicas en una suerte de nueva religión que pondera los índices macroeconómicos como dioses a venerar, olvidando a las personas de carne y hueso y, desde luego, a sus penurias cotidianas. Sólo desde este punto de vista se explica que la economía marche bien, pero el bienestar de las familias no llega.
Los sacerdotes de esta nueva religión son los técnicos. Ellos están más allá de las ideologías y las disputas entre partidos. Tienen mayor jerarquía que los políticos y conocen mejor los problemas a través de computadoras, facsímiles, teléfonos celulares y la realidad virtual de las encuestas de opinión. En la mañana ofician desde sus púlpitos tecnológicos avisando cómo amanece la bolsa de valores y a media tarde se persignan con el cierre de los mercados bursátiles, el tipo de cambio del dólar y la tasa de Cetes. Los salarios, el poder de compra, la soberanía o la participación popular son variables secundarias y prescindibles para indagar sobre la realidad. La viabilidad del país no está en sus recursos y la gente, sino en el volumen de inversión extranjera y en las señas de los mercados de futuro de Chicago o Wall Street. Señas que sólo los iniciados en esta nueva religión pueden desentrañar atinadamente.
Por todas partes, afuera y adentro del país, los técnicos o sacerdotes, como se quiera, ponderan insistentemente su ``neutralidad'' y se dicen capaces de trabajar lo mismo con gobiernos como el de Felipe González que con el de José María Aznar, con Fidel Castro que con William Clinton. Y, en efecto, los técnicos han demostrado una gran capacidad de mimetismo. En nuestro país, muchos de ellos se dicen priístas, aunque nunca se les haya visto en tareas partidarias; sin embargo, también se han comenzado a insertar en los otros partidos ante la posibilidad de que puedan conquistar el poder. De igual forma, la iniciativa privada está llena de ellos. Para estos técnicos los colores no importan cuando se es daltónico.
Las soluciones de estos técnicos están más allá de la política y son buenas para cualquier situación histórica o condición social. Los técnicos tienen la rara virtud de nunca equivocarse. Las sociedades se equivocan, los partidos se equivocan, pero los técnicos jamás. Sus métodos proclaman a los cuatros vientos su bondad y la infalibilidad de sus soluciones. No en balde gustan decir que la realidad del mundo (tal y como ellos la interpretan) no muestra más que un solo camino: el de ellos.
A los técnicos les espanta la luz sobre los detalles de sus ``técnicas científicas''; el público no está para conocer los detalles reservados para los oficiantes de esta nueva liturgia. Por eso es natural que se irriten cuando alguien duda de sus opiniones. Llaman de inmediato a no politizar lo que es sólo cuestión de técnica, no importa que se hable del Fobaproa o de Chiapas. La democracia no consiste, entonces, en la discusión tolerante de las diferentes ideas, sino en la aceptación acrítica de sus ``buenas soluciones''. ``¡No politicen!'', se ha vuelto su grito de batalla y su argumento favorito. Se soslaya mencionar que cuando el Fobaproa no se ``politizó'' la administración dejó mucho que desear, ya sea por corrupción o por torpeza o por ambas cosas.
Ahora se trata de endilgar la gravedad del asunto a los diputados que están tratando de ventilar y sacar a la luz lo que tan mal creció en las sombras. Tampoco se dice que cuando Chiapas no se había ``politizado'' crecieron el despotismo oligárquico y las violaciones a los derechos humanos. ``No politicen'' debe volverse el epitafio político de estos protagonistas de las cifras y aventureros del jet-set de la tecnocracia que jugaron a ser aprendices de brujo con el país.
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