Al momento de iniciarse los comicios en Aguascalientes, Oaxaca y Veracruz, habían aflorado algunos componentes análogos a los que hemos visto en el comportamiento electoral de este año en Baja California, Chihuahua, Durango, Yucatán y Zacatecas: una tensión creciente conforme se acercaba la fecha de las elecciones, cargada en distintos grados de ``juego sucio'', de acusaciones mutuas entre los candidatos, de antecedentes de inmoralidad, trampa, corrupción y lindezas por el estilo; de recriminaciones por desigualdad en el acceso a los recursos por los partidos políticos, uso de recursos públicos (ambas formas de inaceptable timo con cargo al PRI); de acusaciones por las oposiciones de la presencia de mapaches electorales y de presuntas acciones subrepticias de grupos priístas para cometer fraudes.
Las acciones electorales ruines de distinta intensidad e importancia están documentadas (ahí están las becas, los materiales de construcción y las máquinas de coser repartidas por Cervera en Yucatán) aunque, tomadas en conjunto, han carecido del peso relativo suficiente como para impedir la aceptación de los resultados y la vuelta a la calma en las entidades señaladas. Si las irregularidades y asechanzas no se desbordaron fue gracias a la fiabilidad del aparato electoral, creado por los propios actores políticos.
Seguramente, conforme se convaliden los resultados preliminares de la elección del pasado domingo (PAN en Aguascalientes y PRI en Oaxaca y Veracruz en la gubernatura; Oaxaca en veremos), la calma se restablecerá y las aguas retomarán su cauce, como ocurrió en los comicios de la primera parte del año. Un cauce, por cierto donde, entre otras cosas, la aceptación de los actores políticos entre sí es aún a regañadientes, y en algunos casos casi imposible: inmadurez de la política que aún impide acuerdos generales, bases comunes para la vida común en la común nave en que navegamos.
De otra parte, los datos y tendencias electorales básicos locales se ratifican: a las invectivas entre los contendientes durante las campañas, al carácter cada vez más marginal de las irregularidades y las trampas, a la suficiencia institucional para sostener elecciones confiables, a la ascendente certificación social y política de los resultados, ha de añadirse la actuación sosegada de la ciudadanía al sufragar, la confirmación reiterada de la pluralidad creciente que hoy somos, expresada inequívocamente en la distribución partidista de los ayuntamientos y en la composición pluripartidista de la cámaras locales, y la volubilidad de los votantes, con el concomitante encogimiento del voto duro de los partidos.
Va consolidándose el voto a favor de un partido u otro dependiendo del grado de aceptación o de rechazo de la gestión del partido que gobierne y de la credibilidad política personal de los candidatos, no principalmente la de los partidos, ni la de los programas políticos que ofrecen institutos políticos y candidatos.
Los partidos crearon unas instituciones para regular el proceso electoral, pero al ponerlas en marcha, o bien no creen suficientemente en ellas, o dicen no creer, para manipular al electorado con fines de estrategia política partidista. En cualquiera de las dos hipótesis, el trato político entre los contendientes durante las campañas, con frecuencia áspero y zafio, dificulta las posibilidades de acuerdos políticos poselectorales para la gobernación, necesarios como son dada la composición plural resultante de los gobiernos (Ejecutivo local, distribución de los ayuntamientos y composición de las cámaras).
La descalificación a ultranza, el insulto, las acusaciones de toda laya, a menudo muestran intentos taimados por liquidar al adversario, dada la primacía otorgada por los políticos y los partidos a sus intereses particulares por sobre los intereses de la sociedad y de la nación.
Lo incontable es necesario corregir y depurar en la nación. En esa lista están el comportamiento efectivo de los políticos (siempre hay, como dice el lugar común, honrosas excepciones) y sus partidos (sin excepción).