El 7 de julio de 1998, durante una animada comida para disfrutar el esperado partido Holanda-Brasil, recibí la alarmante noticia de que mi hija de 17 años, en viaje estudiantil de mochila al hombro por India, había sufrido un agudo ataque de apendicitis y debía ser operada de emergencia en Varanasi, la ciudad sagrada. Sesenta horas y tres vuelos después, aterrizaba en Varanasi para estar a su lado. Así se inició mi primera experiencia en un país sobre el cual había leído mucho, pero que jamás había tenido oportunidad de visitar.
Debo confesar que la primera impresión es, a un tiempo, conmovedora e intimidante. Sin embargo, una vez recuperado del impacto que produce en los sentidos la conjunción increíble de ruidos, voces, aglomeraciones, rostros cenizos de mirada penetrante, olores, colores, cadáveres transportados al aire libre hacia las cremaciones rituales del Ganges, elefantes, sabores exóticos, vacas como montañas echadas a mitad del camino y monos equilibristas en los techados, mi primera conclusión fue confirmar la sospecha expresada por Octavio Paz en 1995 (Vislumbres de India): el legado del Pandit Nehru --modernización, secularización y democracia-- está asediado, hoy más que nunca, por una inequívoca tendencia hacia el nacionalismo y la pasión religiosa. Así lo demuestran la creciente intolerancia, el franco desafío a la comunidad internacional y la provocación abierta a enemigos tradicionalmente peligrosos, China y Pakistán, la vuelta al pasado, la inseguridad social, los conflictos limítrofes y, ahora, la tentación nuclear. Por otra parte, del otro lado del predicamento, tampoco se cumple la visión pacifista y bucólica de Gandhi, pues el aparente rechazo a la civilización occidental es consecuencia del atraso económico, no de un deliberado vuelco a la vida espiritual, y la industria y la tecnología (las némesis del controvertido mártir, invocado poéticamente, por Octavio Paz, como ``el de la camisa blanca de algodón manchada de sangre'', y descartado con displicencia, por Winston Churchill, como ``ese faquir sedicioso y semidesnudo'') parecen inextricablemente ligadas en una marcha inexorable hacia el armamentismo y los insultantes hacinamientos urbanos (enemigos, ambos, del pacifismo y de la limpia y sencilla --aunque anacrónica-- vida campirana predicada por el apóstol de la satyagraha, la protesta sin violencia).
El nacionalismo vislumbrado oportunamente por Paz ha desatado en el subcontinente una ``epidemia de nuclearismo'', calificada por The Times of India como ``la más depravada, desvergonzada y costosa pornografía de nuestro tiempo''. Y, en ese mismo ensayo virulento, el autor, Ashis Nandy, anuncia el advenimiento inevitable de un Estado policiaco para salvaguardar el aparato nuclear.
Pero el ``nuclearismo'' hindú no amenaza solamente la paz de la región. Existen claros indicios de que el abrumador apoyo islamita a Pakistán, el otro infractor nuclear, podría despertar las cimitarras musulmanas en India y alentar el espectro siempre vivo de la violencia y el separatismo. (Recientemente, el ministro de Gobernación hindú informó al parlamento que 210 de los 535 distritos políticos ``sufren insurgencia, luchas étnicas, actividades extremistas o guerra de castas''.)
Al final de la jornada, India hoy (país nacionalista sin proyecto definido de nación y potencia nuclear atrapada en el determinismo kármico de la miseria; amalgama milagrosa de lenguas, religiones y castas con resabios y nostalgias, cada vez menores, del antiguo imperio británico) hunde al viajero en la desolación y lo despide con un grueso bagaje de preguntas sin respuesta. ¿Dónde está el liderazgo político y social que deberían ejercer los miles de becarios hindúes que año con año pasean ostentosos sus turbantes y saris por los principales centros educativos de Europa y Estados Unidos? ¿Regresan a una vida de autocomplacencia o utilizan sus diplomas como tablas de salvación hacia el exterior? ¿Y cuál es la salida para los anclados a la miseria: nacionalismo totalitario, separatismo religioso, pobreza abyecta, guerra santa o aniquilación nuclear? Me resisto a aceptar que ésas sean las únicas opciones que aguardan a los cientos de millones de desheredados que abarrotan las calles a la deriva en busca de un presente que los pasa de lado y de un futuro sin mayor ilusión que esperar la liberación religiosa en las piras crematorias a orilla del Ganges.