Acabo de recibir, como muchos otros, el escrito que Rafael Tovar y de Teresa leyó en una conferencia de prensa y donde puntualiza las dimensiones de su posible proyecto para revitalizar la Unidad Artística y Cultural del Bosque, al que ya me referí en un artículo anterior. Me parece formidable que muchos miembros de la comunidad teatral se reúnan para defender los teatros del INBA, pero discrepo de algunos de su punto de vista. El problema es mucho más amplio y general que acudir o no a la iniciativa privada para poder dotar a los edificios teatrales de la infraestructura moderna que ya merecen. En mi humilde opinión el problema central es el de un sistema y un gobierno que vacían las arcas públicas para los sucesivos ``rescates'' de los haberes de nuestros millonarios de Forbes, con la cauda de corrupción que en este momento ve la luz pública, y no cuenta con dinero para reconstruir y dotar a los teatros que nos pertenecen a todos (y no hablo de otras necesidades urgentes, porque aquí el debate es acerca de los teatros).
Los recortes presupuestales se van a llevar al país de nunca jamás muchos proyectos culturales, algunos más importantes o más generosos que otros. Ojalá los artistas afectados vean en toda su dimensión la razón profunda del rezago --según su grado de politización y/o de compromiso con el gobierno. Y, volviendo a la Unidad Artística y Cultural del Bosque, dentro de este sistema y en este momento, la idea de Tovar puede significar el rescate de unos escenarios que, por desgracia, podrían seguir sufriendo la incuria de las autoridades si no se llevara a cabo.
La idea de que la politización es necesaria para movernos en el ámbito teatral me trae a la respuesta del público al exitoso ``musical'' Loco por ti, de Ken Ludwig, con la siempre agradecible música de los hemanos Gershwin. Si bien los participantes no se distinguen por su calidad actoral, en cambio cantan y bailan con profesionalismo, disciplina y brío, lo que la hace disfrutable. Tanto, que la villana --que en los verdaderos años treinta se hubiera caracterizado por alguien muy sombrío--, que arruina a mucha gente por medio de las hipotecas a sus bienes, es una encantadora dama que goza de todas las simpatías de los espectadores. Y cabe la pregunta de ¿cuántos de ellos no son deudores de una banca agiotista que no posee la gracia de Angelita Castany?
Regreso a los dineros que el gobierno tiene y que son de todos nosotros. Siempre es grato que se gasten en la cultura, e incluso que se traigan de otras latitudes a artistas que vengan a enriquecer nuestro entorno; sólo el chovinismo a la moda podría negarse a ello. Pero en el caso del director ruso Evgueni Lázariev, a pesar de su impresionante curriculum, es la segunda vez que me pregunto la razón de que se le invite, a un costo que ignoro pero que desde luego ha de ser mayor que el contrato de un director mexicano. Aparte de la enorme dificultad de que un director pueda escenificar una obra con actores cuyo idioma desconoce, mediante intérprete (y que desde luego incide en los ritmos y las tonalidades de cada lengua), el señor Lázariev no aporta lo más mínimo a nuestro teatro. Ya en su escenificación del año pasado se advertía un modo muy anticuado de concebir la escena, con los larguísimos oscuros que inhibían toda progresión. Ahora, con estas Cartas de Mozart, el problema es otro.
No entraré en el muy conocido texto de Emilio Carballido más que para marcar mi desconcierto por esta lectura. En principio, la obra pide un realismo extremo que se irá transformando en algo mágico poco a poco hacia el final, a medida que el joven se va identificando con el propio Mozart. Este realismo supone cuidado en los detalles. Una escenografía muy ambientada como una pequeña papelería y sedería de finales del siglo pasado, con la casa de la dueña semivista al fondo, y cuya topografía quede muy delimitada, amén de un vestuario correcto y modales propios de la época. La escenografía de Fernando Zamudio es todo menos ambientada, su vestuario muestra gran desaliño (señores y señoras que salen a la calle destocados) y su iluminación nunca respeta las fuentes de luz.
Pero lo peor está en la imprecisión topográfica; los actores señalan al butaquerío para mostrar ``el afuera'', un espejo sugerido nunca se respeta y es traspasado --como en un cuento de Lewis Carroll-- repetidas veces por los actores. A lo mejor, se propone inundarnos de magia antes del desenlace pero eso, creo yo, rompe con la idea del autor. Está la dirección siempre frontal --y si puede ser proscenio centro, mejor-- y las maneras impropias de moverse de los actores (excepto Margarita Sanz y Felio Eliel) muy notable en Vanessa Bauche que nunca se desplaza como una señorita decimonónica.