Hay quienes piensan que la ciencia tiene historia. Que sus días son contables y que sus principios pueden demarcarse con claridad. Yo pienso, en cambio, que la ciencia carece de historia: todas, o casi todas, las primeras actividades de los seres humanos contenían una dosis -inconsciente, por supuesto- de ciencia. Conocimiento que provenía de la comunidad y que serviría a la misma.
¿Descubrir el fuego era o no ``hacer ciencia''? ¿No fue científico haber encontrado la utilidad de la rueda? ¿Interpretar el lenguaje de los cielos y así entender los tiempos de las lluvias o las sequías no era ciencia? Esas aproximaciones eran universales, y por ende no excluyentes; la ciencia era ``para todos'' (o, al menos, para ``casi todos'').
Sin duda, aquella ciencia rudimentaria era una bendición, pues alcanzaba, se repartía y mejoraba las condiciones de vida. Por ende, aun cuando la ética como tal (casi) no existía, tampoco hubiese sido necesario invocarla pues no había ``ciencia para ricos'' ni ``ciencia para pobres''.
En suma, en ``otros'' tiempos, el conocimiento y algunos de sus brazos -medicina, agricultura, etcétera- no inquietaban conciencias, ni morales, pues las diferencias sociales no eran tan brutales. En algún momento, emergió la siguiente dicotomía: ¿la sociedad rica mejoró porque absorbió la ciencia, o la ciencia contribuyó a determinar quiénes eran ricos y quiénes pobres?
Ejemplo contemporáneo, y que plantea múltiples preguntas, son los vín- culos entre clase social y el avance científico de la medicina. No analizo las cuestiones éticas derivadas de la explosión tecnológica de ``si se puede'' o ``si se debe'' investigar ``todo'' -clonación, bioingeniería genética, etcétera- sino las cuestiones sociales derivadas de un conocimiento formidable que deslumbra con mayor vigor, pero que a la par es inasequible para las mayorías. Lamentablemente, hacia el final del milenio la ciencia médica delimita cada vez más las clases sociales. La continua diseminación del sida esquematiza tales desencuentros.
Al tiempo que la ciencia proclama hallazgos en relación con el tratamiento del sida y de la biología del virus de la inmunodeficiencia humana, los números de enfermos e infectados muestran nuevas derrotas.
Los datos siguientes ilustran la magnitud del problema y demarcan las disparidades entre una ciencia ``hambrienta de conocimientos'' y las varias sociedades definidas por el virus. Desde el inicio de la epidemia 40 millones se han contagiado, han muerto 12 millones, y se calcula que hay 8 millones de huérfanos. Sólo en 1997, 6 millones contrajeron la enfermedad y casi 2 millones y medio fallecieron.
Mientras que 90 por ciento de los enfermos habita en el tercer mundo, 90 por ciento del dinero destinado a prevención y tratamiento se gasta en los países ricos. Tal desbalance lo explican ``otros'' números: las terapias destinadas a ``controlar'' el virus cuestan, anualmente, 90 mil pesos. Es evidente que si tratar no es posible, prevenir y educar, debería serlo. Nuevamente los números revelan la realidad del problema.
En algunas regiones de Africa, una de cada cuatro personas son portadoras del virus. En no pocos bancos de sangre de América Central y de Africa, no se realizan las pruebas para detectar el virus. En Estados Unidos, en 1986, 60 por ciento de los casos de sida eran reportados en blancos y 40 por ciento restante en negros e hispanos. Diez años después, los porcentajes se invirtieron.
La realidad es obvia: es muy caro ser pobre. Quien contrae la enfermedad no alcanza los beneficios de la ciencia. Quien enferma siendo pobre, incluso en países ricos, está destinado a sufrir y enfermar más.
El fenómeno de la estigmatización incluye desprecio y mala atención; y, además, excluye absurdamente de los beneficios del tratamiento y de la prevención al paciente y a su círculo cercano. El caso de las mujeres pobres que no tienen la fuerza para exigir que sus parejas ``ocasionales'' usen condón o el de los homosexuales que temen ser hostigados, sobre todo, en países machistas, son ejemplos clásicos de estigmatización.
¿Qué es lo que deberíamos esperar de la ciencia? Aguardar que el sida profundice la miseria y contribuya a que el virus prosiga su diseminación es confabular la ignorancia y la sinrazón contra nosotros mismos. Si no hay recursos para medicar, ni vacuna en el futuro cercano, el acmé de la cuestión no es dejar de tratar a ``quien puede'', sino orientar, universalizar, y por supuesto, humanizar el conocimiento.