Adolfo Sánchez Rebolledo
¿Partidos para todos?

Es difícil negar que la vida política mexicana es hoy muy diferente a la que teníamos apenas hace diez años. En ese lapso, no obstante los riesgos que aún perduran, pasamos de un régimen monocolor a uno plural con alternancia, entrando de lleno a la democracia moderna. Pese a la tradición negativa que pesa sobre la vida pública, tenemos ahora una legalidad electoral respetable y respetada que hace posible y creíble la participación ciudadana, como se ha visto hace poco en las últimas elecciones. Se ha vuelto un lugar común decir que el sistema de partidos creado durante la transición funciona bien y lo único que falta es perfeccionarlo, a fin de que éstos sean ``nacionales'' por sus intereses y no sólo por sus ambiciones.

Y, sin embargo, ante el espectáculo de improvisación que éstos dan con frecuencia, surge la duda: ¿quién nos protege de ellos? ¿Hay manera de ponerse a salvo cuando éstos dejan de comportarse como las ``entidades de interés publico'' que la ley define? ¿Qué pueden hacer los ciudadanos para no quedarse ante la política como simples espectadores?

El punto de vista ortodoxo señala que se castiga a un partido dejando de votar por él y escogiendo a otro. Esta opción presupone que, en líneas generales, considerando el conjunto, los partidos expresan a las principales corrientes políticas e ideológicas vigentes, de modo que siempre se halle en el escenario una alternativa por la cual votar, aunque en la práctica resulte muy difícil distinguir cuáles son esas diferencias. Como no hay una simetría entre los deseos de la ciudadanía y las ofertas partidarias, el otro camino es la abstención o el voto negativo que, en todo caso, debiera ser la excepción y no la regla. Queda en pie, sin embargo, el recurso más radical que consiste en formar otra agrupación política, pero éste, como se ha visto, puede ser el peor de todos.

La ley protege a los partidos para evitar la pulverización de la vida política, con sus indeseables consecuencias, pero no alienta la constitución de nuevas agrupaciones democráticas. Verdad es que a nadie se le prohíbe organizar partidos, si bien es cierto que la ley impone tales condiciones para acceder al registro que, en cierta forma, se desnaturaliza el derecho de los ciudadanos a participar electoralmente conforme a sus preferencias. Se trata de un verdadero proteccionismo electoral que favorece a los partidos existentes.

Como ha señalado con claridad Jorge Javier Romero, la figura del registro es una herencia del más rancio autoritarismo mexicano que trajo como resultado (indeseable) un mercado electoral oligopólico. ``Se confundió derecho a participar en la elección con derecho al financiamiento público''. (Voz y voto, abril, 1998)

Si un partido existe por decisión de sus miembros los votos, y solamente ellos, deben resolver sobre su permanencia como entidad de interés público, sin restringir arbitrariamente el derecho de los ciudadanos organizados a participar en los comicios. El porcentaje de la votación requerido para el registro podría incluso aumentarse, pero en buena lid para iniciar la participación electoral no debería exigirse a las agrupaciones más requisito que el de tener una historia política coherente durante un lapso razonable. Lo justo sería abrir las puertas a todos los que cumplieran con esos mínimos vinculando las prerrogativas que da el registro a los resultados, dejando a los electores definir quién se queda y quién se va.

Los requisitos para obtener el registro que la Ley exige no reflejan la verdadera naturaleza de los partidos modernos, son anacrónicos e injustos. En plena era de la comunicación global ¿alguien puede comprometerse todavía con una idea de partido a la vieja usanza, basada en el número de afiliados? Por lo demás, ninguno de los actuales partidos pasó antes por una prueba semejante a la que la ley pide a las nuevas agrupaciones. ¿Por qué poner ese candado hoy que el país comienza a vivir en democracia?