Porfirio Camarena Castro, aspirante a la candidatura priísta a la gubernatura de Guerrero, dijo ayer que la autoridad estatal que resulte electa en los comicios que habrán de realizarse en esa entidad en febrero del año próximo, deberá buscar el diálogo y la negociación con los grupos armados e incorporarlos a un pacto de civilidad junto con los partidos y demás integrantes de la sociedad guerrerense.
Debe considerarse que si bien las declaraciones de Camarena se producen en el entorno de la disputa por la candidatura priísta, y que tienen, por ello, tintes de política intrapartidaria, no por eso el planteamiento deja de ser positivo y esperanzador en el actual contexto de crispación nacional, especialmente por lo que hace a las insurgencias armadas de distintos signos y características y que forman parte, se quiera o no, de nuestro panorama político.
En el caso del EPR y del ERPI, los dos grupos que han venido operando en Guerrero --y en otras entidades del centro del país--, la perspectiva negociadora propuesta ayer por el aspirante priísta ha sido descartada en las más altas instancias del poder público, el cual ha aceptado, en cambio, una relación violenta con tales organizaciones.
Pese a ello, y debido en parte al influjo de la rebelión indígena chiapaneca de enero de 1994, existe en los sectores mayoritarios de la sociedad la convicción de que los fenómenos de violencia armada son producto de desajustes graves, persistentes e indignantes en lo social, lo económico y lo político: miseria, marginación, opresión política, falta de educación y salud, caciquismo y menosprecio a las comunidades, entre otros. En el ánimo nacional es predominante la idea de que la solución a las insurgencias debe pasar necesariamente por la negociación y el diálogo, en lo inmediato, y a mediano plazo, por la atención a las causas profundas que han dado lugar al surgimiento de grupos guerrilleros. Pese a los barruntos de estrategias de contrainsurgencia clásica en escenarios tan distintos como Chiapas, Guerrero y Oaxaca, el país tiene claro, hoy, que la solución a estos problemas no es la persecución policiaca y militar, como ocurrió en la década antepasada, en la que el poder público desarticuló o exterminó a los grupos armados pero dejó intacta la problemática social que les dio origen.
Nadie ignora que independientemente de lo correcta o de lo errónea que pueda ser la ideología de organizaciones como el EPR o el ERPI, su sola existencia da cuenta de un intolerable rezago social.
En esa perspectiva, el propósito expresado por Camarena Castro no debe pasar inadvertido aunque, ciertamente, requiere de un mayor desarrollo y de una formulación más amplia. En especial, la propuesta debiera tener en cuenta la necesaria articulación de las autoridades federales en un proceso negociador entre el gobierno guerrerense y las organizaciones guerrilleras que operan en ese estado, así como el perfil de las instancias mediadoras a las que habría de recurrirse.