Estados Unidos aún enfrenta el olor a chamusquina en dos capitales de Africa oriental, en donde unos desconocidos guardianes de La Meca, en nombre de Alá, mandaron al forense a más de un centenar de pobres personas. Y ni siquiera ese acto de barbarie santa ha logrado distraer la atención de los estadunidenses del proceso de linchamiento moral en curso contra el mejor mandatario que han tenido en décadas. La estricta normatividad legal diseñada para asegurar la fiscalización de los poderes públicos y de sus titulares empezó a morderse la cola en cuanto fue llevada al ámbito de la vida privada del Presidente y causó, allí, una contradicción irresoluble en el sistema de valores imperante.
Algo parecido ocurrió, el año pasado, cuando una señora que era piloto de un bombardero B-52 fue expulsada de la Fuerza Aérea por acostarse con un hombre casado, pero ese caso fue digerido por los medios sin despertar apenas polémica, acaso porque la transgresora era mujer, acaso por su jerarquía, ínfima comparada con el habitante de la Casa Blanca. El hecho es que Estados Unidos ha llegado a una disyuntiva entre la banalización del erotismo y la moral puritana que impregna su legislación: en el país vecino, en donde el sexo ha pasado al dominio del entretenimiento, practicar un coito tiene tanta trascendencia como comerse una rebanada de pizza (dicho sea sin ánimo de herir a los católicos ni a los weight-watchers), pero habría que apuntar que el empleo de la boca en las actividades sexuales está prohibido por las leyes de siete estados de la Unión Americana.
Ahora que, si el señor William Clinton y la señorita Monica Lewinsky realizaron prácticas orgánicas en un recinto que bien podría rebautizarse como la Oficina Oral, es un poco inhumano pedirles que lo confiesen en público de buenas a primeras. ¿Qué esperaba el fiscal Kenneth Starr? ¿Que los acusados elogiaran mutuamente sus habilidades lingüísticas? La ley estadunidense dice que es delito grave ocultar cualquier información, así corresponda al ámbito privado, pero la moral imperante aconseja lo contrario. Visto así, ¿qué dirían los medios si el titular del Ejecutivo diera a conocer a la Nación, por decisión propia, los más recientes sucesos de su desempeño genital?
No cabe duda que Starr está dispuesto a llevar su acoso hasta el final, porque así lo manda la lógica de esta tergiversada accountability, en la cual los contralores se ven obligados a establecer su propia relevancia hurgando en las alfombras a la caza de vellos púbicos, una tarea, dicho sea de paso, tan humillante para el sabueso como para los acusados y para la ciudadanía que observa el espectáculo mientras se quema los dedos con palomitas de maíz recién sacadas del horno de microondas.
Asqueada y fascinada al mismo tiempo, esa sociedad no va a darse por satisfecha hasta que Kenneth Starr no exhiba en el Smithsonian Institute el vestido con manchas de esperma presidencial, esa suerte de santo sudario de Monica Lewinsky. Tal vez entonces caiga en la cuenta de los callejones sin salida y los terrenos minados de su moral y de sus leyes, y del daño causado a sus instituciones y a sus derechos civiles.