El discurso oficial en materia agropecuaria que ha prevalecido desde hace más de 15 años señala que México debe aprovechar sus ventajas comparativas en la agricultura y exportar frutas y hortalizas al mercado de Estados Unidos, para importar de éste granos y productos básicos, que allí se producen a menor costo y en mayores volúmenes que en nuestro país.
Se suponía que el mayor valor agregado de las cosechas agrícolas mexicanas podría incentivar el desarrollo rural y elevar la productividad y el nivel de vida de los campesinos, con beneficios para el consumo interno nacional y para la economía en su conjunto. Pero las cifras y los hechos desmienten este enfoque y revelan su cara negativa. El país exporta efectivamente hortalizas, pero se enfrenta --pese a la existencia del TLC-- a serias limitaciones, presiones y exigencias de calidad impuestas por las autoridades y los importadores de Estados Unidos, algunas de ellas basadas en razonamientos fundados --como la sanidad o la frescura de los vegetales--, y otras originadas en la pretensión de acotar la participación de los productores mexicanos en el mercado agrícola estadunidense. Algunos de estos requisitos constituyen importantes barreras no arancelarias y una amenaza seria para la libre comercialización de los productos agrícolas mexicanos en el extranjero.
A esto se agrega que México importará este año 14.5 millones de toneladas de granos básicos, prácticamente la mitad del consumo nacional, situación que revela que la dependencia de nuestro país en materia agrícola se ha agudizado y, por lo tanto, la autosuficiencia y soberanía alimenticia, que en otras épocas fueron premisas recurrentes en el discurso oficial, han dejado de existir. Y si se tienen en cuenta, por otra parte, los efectos de la crisis económica internacional, de la caída del precio del petróleo y del creciente déficit comercial, pagar con divisas caras y escasas la importación de los alimentos de consumo básico de la población podría resultar una estrategia sumamente arriesgada.
Para colmo, la postración en la que se encuentran los comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios rurales del país, así como la carencia de recursos económicos que les permitan volver más productivas y rentables sus parcelas, han conducido al abandono y la erosión de la tierra, a la sustitución de los cultivos por la ganadería y la explotación forestal indiscriminadas y depredatorias del ambiente, a la migración masiva de campesinos hacia las ciudades mexicanas o rumbo a Estados Unidos, y a la generación de un vasto grupo social sumido en el desamparo, la desesperanza y la pobreza. Basta señalar que, según cifras oficiales, la superficie cosechada por habitante se redujo en 42 por ciento durante los últimos 25 años.
Mientras se sigue hablando de elevar la productividad de un sector rural que se encoge y deteriora todos los días, la dependencia alimenticia del país aumenta y, en cambio, no se presta la suficiente atención al desastre productivo, social y moral resultante de la migración masiva de los productores directos, ni a la miseria de los más pobres de ellos, especialmente los indígenas.
La dramática situación del campo mexicano debería motivar un cambio drástico en las estrategias gubernamentales y una reorientación de las políticas, para que sea viable prevenir una crisis alimenticia de alcance nacional, además de proteger de manera equitativa tanto a los exportadores hortícolas y frutícolas --cuyas actividades constituyen una valiosa fuente de empleo y divisas-- como a los numerosos campesinos y pequeños agricultores quienes, incapacitados para sobrevivir del cultivo de sus tierras, abandonan sus lugares de origen, se convierten en indigentes en las ciudades o arriesgan la dignidad y hasta la vida para buscar el sustento diario en Estados Unidos.