La captura del secuestrador y homicida Daniel Arizmendi López, en el marco de un operativo conjunto de la PGR y las procuradurías de Morelos, Querétaro y el estado de México, representa un triunfo de la justicia y un golpe contundente al crimen organizado que debe ser saludado como un importante paso en el combate frontal a la delincuencia, la corrupción y la impunidad.
Con el arresto del Mochaorejas -apodado así por las cruentas mutilaciones que practicaba a sus víctimas- y de 15 de sus cómplices, se pone fin a una de las organizaciones delictivas más nocivas y peligrosas que hayan operado en México en los años recientes, y se da cumplimiento a las exigencias de justicia de una sociedad hostilizada y atemorizada, a la par, por los brutales y numerosos delitos perpetrados por Arizmendi y por la complicidad y la protección que, presuntamente, elementos de diversas corporaciones policiacas le prestaban a la banda criminal que éste encabezaba.
Sin embargo, la detención de Arizmendi no debe ser motivo de complacencias o envanecimientos. En primer lugar, cabe exigir al Ministerio Público y a los tribunales competentes que, en la integración de los expedientes y las pruebas, así como en la determinación de la sentencias a los inculpados, se actúe de manera efectiva, expedita y con todo el rigor de la ley.
Al mismo tiempo, las autoridades judiciales de las entidades donde los Arizmendi operaron con libertad e impunidad durante muchos años deberán intensificar sus investigaciones, a fin de identificar y procesar a quienes, desde el interior de las corporaciones policiacas, apoyaron o toleraron la realización de plagios y, con ello, violentaron gravemente el estado de derecho y agraviaron a toda la sociedad.
No debe olvidarse que la corrupción y la connivencia de servidores públicos con los criminales son dos de las principales causas de los elevados índices de delincuencia e inseguridad que se padecen en el país. En este sentido, cabe recordar que la crisis institucional que, en Morelos, condujo a la aprehensión de importantes funcionarios judiciales y a la dimisión del gobernador, Jorge Carrillo Olea, se originó por las acusaciones y las evidencias de que, desde la Procuraduría estatal, se protegía y encubría a secuestradores.
Por otra parte, si bien la sociedad podrá sentirse un poco más tranquila luego de la desarticulación de la banda de los Arizmendi, la pérdida de vidas, el dolor de las víctimas y la desolación de sus deudos no podrán ser reparados ni compensados a cabalidad.
En todas las entidades de la República, las instancias de procuración de justicia deberán redoblar los esfuerzos de combate al crimen organizado y moralizar y profesionalizar, a la brevedad, a todo su personal. Además, es obligación de las autoridades establecer, por un lado, mecanismos de protección y solidaridad para asistir a quienes enfrentan, en su persona o la de sus familiares, la dramática y demoledora experiencia de un secuestro y, por el otro, restituir, de manera justa y transparente, los montos de los que fueron despojados los agraviados con el importe de los bienes confiscados a los plagiarios.
Por la gravedad de sus crímenes y por la extrema crueldad y desprecio por la vida que manifestaron los integrantes de la banda los Arizmendi, el Estado debe sancionarlos con las penas más severas previstas por la ley. En ello, la ciudadanía no aceptará mediaciones ni privilegios.
Sin embargo, la sociedad debe mantenerse alerta ante el clima de linchamiento que algunos medios de comunicación, irresponsablemente, han generado con comentarios en torno a la supuesta necesidad de establecer la pena de muerte en el país. Aunque tienen derecho a una irrestricta libertad de expresión, no es papel de los medios informativos enardecer los sentimientos de los ciudadanos ni incitar a la venganza pública o privada.
Ciertamente, elevar las penalidades aplicables a quienes han cometido delitos considerados graves y mejorar los procedimientos penales y las prácticas judiciales son medidas necesarias y urgentes. Pero imponer la pena capital significaría colocar al Estado al nivel de los criminales, institucionalizar la misma barbarie que la sociedad teme y rechaza y poner en riesgo las garantías y los derechos fundamentales de todos.