En San José Buenavista casi todos han sido asaltados
Es sábado de catecismo en San José de Buenavista. Las mujeres y los niños están reunidos en aquel jacalón de maderas hinchadas por la lluvia, cercado por charcos y lodo, que sirve de iglesia desde que la colonia se formó, hace nueve años, en la sierra de Santa Catarina. Hay apenas unas bancas formadas por tablones viejos y un altar de concreto pintado de rojo, donde se levanta la imagen de un Sagrado Corazón. Frente a él, Lucy y Eulalia repiten las oraciones que acaban de aprender para el día de su primera comunión, que será también de su bautizo. Tienen 11 y 13 años y piensan: ``Si nos morimos y no estamos bautizadas, nos vamos a ir al infierno''.
El catecismo es la única salvación del aburrimiento para muchos de los niños de San José de Buenavista, para quienes un día es igual a otro. Muchos de ellos, desde que nacieron, no han visto más que barrancas rellenas de basura, predios terregosos que alientan polvaredas, calles pedregosas y en declive por donde corren sus canicas y pelotas al vacío. Para algunos hay ferias, juguetes y hasta paseos los domingos a la Alameda Oriente o al parque Cuitláhuac de Iztapalapa. Para otros sólo la diversión que encuentran en las calles. ``Hay un módulo de la delegación donde se supone que iba a haber actividades para los niños, pero siempre está cerrado y sólo lo aprovechan los del Insen'', explica doña Elvira.
Nada de parques y jardines, ni un solo espacio para el juego y apenas una máquina de videojuegos en una tienda improvisada. Aun algunos ni siquiera van a la escuela. A su edad, hay responsabilidades más importantes que cumplir, como ayudar a la madre a cuidar a los hermanos o hacerse cargo del negocito de dulces a la puerta de la casa.
Irma tiene seis años, es la tercera de seis hermanos y le apuesta al futuro: ``Cuando sea grande voy a ir al kínder''. Por ahora no le importa no saber leer y escribir, porque ya sabe hervir el agua, hacer sopa y cuidar a su hermanito. Para ella, los fines de semana no son de descanso, porque hay que aprovechar la poca agua que llega a la colonia y lavar la ropa, mientras su madre se encarga del marido y de los hermanos mayores, quienes aprovechan el sábado para el juego de futbol llanero.
Jaime tiene 11 años y estudia el tercer año de primaria. Ismael tiene 14 y trabaja como ayudante de albañil, mientras Manuel, de 17, es obrero en una fábrica textil. Su tiempo libre lo ocupan para dormir o ver televisión y ``a veces vamos a fiestas aquí con los amigos''. No hay más.
Su madre, sin embargo, está agradecida de que no hayan caído en los vicios de la droga, porque ``corre ya mucha por acá'', cuenta doña Mati, una mujer de menos de 40 años, que sólo una vez en su vida ha ido al cine y le aburrió. ``Me gustaba mucho bailar, pero a mi esposo no le gusta y pues para no darle disgustos...''
Doña Mati admite que le cuesta mucho trabajo leer y escribir, porque sólo llegó hasta tercer año de primaria. Con las cuentas del gasto se las arregla bien. Ella nació en la ciudad y su familia vive por Martín Carrera, pero hace mucho que no los ve. ``Casi no salgo porque no está fácil cargar con tres escuincles chicos y dejar a mis hijos grandes sin quien les sirva''. Sólo en ocasiones muy especiales, ``como la boda de mi hermano o el bautizo del sobrino'' ha salido de Iztapalapa, desde que llegó. ``Uy, antes yo era bien noviera, pero me embaracé y pues había que casarse''.
Es una mujer joven a quien le gusta tejer carpetas para los pocos muebles que caben en su casa, en donde muy pronto habrá otra familia, la de su hijo el mayor que está por casarse. ``Y mientras encuentran dónde irse, se van a quedar con nosotros''.
El lugar sin límites
En San José de Buenavista todo es ladrillo, tabique y concreto de casas siempre inacabadas, custodiadas por ejércitos de perros callejeros, donde viven las 400 fa-milias que conforman esta colonia de la delegación Iztapalapa, cuyos límites se confunden con otros predios, también de origen irregular, como el paraje Totocan, el Socavón y San Pedro y San Juan.
Desde que llegaron, hace nueve años, estas familias han trabajado en la construcción de su colonia. Son las suyas manos dispuestas para el trabajo. Hombres y mujeres saben por igual levantar una barda, alinear el tabique y echar la mezcla. Gracias a ellos, hay banquetas que detienen las aguas de la lluvia y caminos improvisados por donde salvar las barrancas. Ahora están ocupados en arreglar las obras a medias que dejó la pasada administración, como los pozos de agua que construyeron dejando la zanja abierta o las coladeras que desazolvaron, pero que nunca volvieron a tapar.
Así, los habitantes de San José de Buenavista, Paraje Totocan, el Socavón y San Pedro y San Juan --el predio más reciente-- libran la batalla de la sobrevivencia en un terreno en declive, pedregoso, sobre minas de arena que explotan para la construcción de sus casas, acechadas por lluvias e inundaciones.
A Martín Martínez, sin embargo, las lluvias no le preocupan, aunque su casa se encuentra al pie del cerro, apenas a dos metros de distancia, y una de sus ventanas se abre hacia la tierra. ``El agua se filtra porque el subsuelo está formado por grava, arena y tezontle y desde hace tres o cuatro años que vivo aquí nunca nos ha pasado nada''.
Hasta ahora los habitantes de San José Buenavista y sus alrededores cuentan con alumbrado público, colocado hace dos años. Aunque mal construido y a medio acabar, algunos de los predios tienen drenaje, por el que cada lote pagó 45 pesos. Pero no hay agua, pues el servicio les llega tres horas o menos cada ocho días y apenas desde hace seis meses. No es agua potable, por supuesto, y para beberla deben hervirla y colarla hasta dos veces, y ``aun así no se le quita lo amarillo y la tierrita''. Por eso no hay manera de salvar las enfermedades gastrointestinales y los primeros en padecerlas son los niños que, según las madres, a cada rato sufren del estómago, porque no alcanza para el agua embotellada o de garrafón. ``O comemos o tomamos agua''. Las pipas siguen siendo el principal proveedor de agua, aunque hay que pagar por ellas entre 80 y 250pesos.
No hay líneas telefónicas, pero todas las familias tienen luz en su casa, radio, televisión y algunas hasta videocasetera. Pueden faltar en algunas el refrigerador o la estufa, pero no conciben la vida sin el único entretenimiento a su alcance. ``Con lo único con lo que me entretengo es con la música y con mis telenovelas'', dice Margarita Gómez.
No faltan, sin embargo, aquellos que viven con menos que lo indispensable. Como don Jerónimo, que llegó hace apenas unos tres años de la Costa Chica de Guerrero. En su casa, un cuarto con un pequeño baño improvisado, no hay más lujo que un taburete viejo, donde él se sienta a vender sus dulces. Su mujer no habla español y a sus hijas les basta una mirada suya para agachar la cabeza y entrar a la casa sin decir palabra.
``Nos venimos para acá porque en el pueblo no hay trabajo y mis tierras se acabaron. Estamos mejor aquí'', dice Jerónimo, un hombre de 46 años que tiene sumados en su rostro muchos años de trabajo.
Su hija se llama Karina. Es una joven indígena de 17 años, analfabeta, y está embarazada. No trabaja y tampoco va a la escuela, lo mismo que su hermana menor, de unos 6 o 7 años, porque su edad no la conoce ni ella. Jamás salen de su casa, a menos que sea para acompañar a su madre a comprar lo poco que pueden con 30 o 40 pesos diarios que sacan de sus dulces. Le tienen miedo al mundo del asfalto y sólo don Jerónimo baja de vez en cuando al centro de Iztapalapa. Karina recuerda que alguna vez fue a la Villa de Guadalupe y vio la ciudad cuando llegó de Guerrero a la Central de Autobuses del Sur. Desde entonces, sus ojos no han visto más allá del centro de Iztapalapa.
Martha, en cambio, es una joven de 19 años, que vive sola con su madre, Esperanza. Trabaja como vendedora en una tienda de ropa y su ilusión es salir un día de aquella colonia que detesta, porque ``sólo hay vagos y pobreza''. Dice: ``La gente se conforma, pero yo no. Por eso trabajo''.
La suya es una de las casas mejor levantadas de la colonia, pero no soporta el hedor de las aguas estancadas, de los animales muertos y los piropos groseros de los vagos que se juntan en la tienda de la calle de Pino. ``Pinches borrachos'', responde despectiva. No va a los bailes que cada sábado hay en la colonia y tampoco le interesa juntarse con otras muchachas. ``Es la apretada de aquí. Se cree rica pero está igual que todas'', dice por ahí una voz.
Martha ``muere'' por la ropa; es lo que más le gusta, además de bailar. Tiene novio pero sólo lo ve los fines de semana. ``No lo traigo aquí porque seguro que lo asaltan''.
Algún día, dice, ``me voy a casar y nunca voy a regresar aquí''.
Para la mayoría de los habitantes de San José de Buenavista las opciones no son muchas. Y a veces ya ni siquiera las piensan. ``Esta es nuestra colonia y sólo queremos que sea mejor para nuestros hijos''.