Pedro Miguel
La cruzada

La nueva cruzada contra los infieles cruza el Mar Rojo a lomos de misiles Tomahawk y produce grandes flores de escombros con pétalos de cadáveres y bidones reventados. Su lanzamiento es una acción poco meditada porque, a semejanza de las expediciones cristianas del Medievo para liberar la Tierra Santa, podría exacerbar las reservas de irracionalidad y violencia que subyacen en sectores de la Uma y que se manifiestan en bombazos cruentos como los de la semana pasada.

Lo menos importante de esta historia es si la fábrica bombardeada de Sudán producía sólo medicamentos o si en ella se cocinaban también los vapores mortíferos que un modisto parisiense bautizaría como ``Aliento de Saddam''. No es frecuente que el Pentágono incurra en equivocaciones tan graves a riesgo de costos políticos enormes ante la comunidad internacional.

Los afanes por vincular los enjambres de misiles crucero lanzados contra Sudán y Afganistán a las vicisitudes erótico-legales de Bill Clinton tienden a ocultar el asunto central, que es el barrunto de un nuevo choque de culturas, bajo hipótesis pueriles según las cuales el mandatario estadunidense estaría en condiciones de movilizar al Pentágono, a la CIA y al Departamento de Estado, entre otras instancias, en un operativo orientado a tapar un vestido de Monica Lewinsky manchado de semen presidencial.

Ningún escenario moral viable en el mundo de hoy podría, ciertamente, dejar espacio para la impunidad de los fanáticos que atentaron contra las embajadas de Washington en Nairobi y en Dar Es Salaam. Casi ningún gobierno del mundo podría afrontar los costos éticos y políticos que implicaría el ofrecerles refugio a los asesinos materiales e intelectuales de centenares de personas inocentes. Pero en esta ocasión Estados Unidos ha sucumbido, una vez más (la invasión de Panamá, la guerra contra las drogas), a su inveterada tentación de convertir un asunto policial en un casus beli y ha ofrecido un imperdonable motivo de unión y de combate que los integristas musulmanes estaban necesitando desde hace mucho tiempo.

No deja de ser deprimente el espectáculo de un Estado constituido que persigue criminales a bombazos en parajes remotos. Pero la objeción a los Tomahakws no sólo es estética y legal, sino también histórica: ¿Qué se gana con manosear y hurgar una enemistad milenaria cuya superación ha costado tanto esfuerzo? ¿Qué corrientes profundas del poder público estadunidense impulsan a reivindicar el uso de la barbarie frente a los bárbaros? ¿Es tan débil Estados Unidos que, frente a un atajo de iluminados criminales, no tiene más alternativa que la fuerza bruta de las bombas? ¿Lograrán su objetivo los dinamiteros fanáticos? ¿Conseguirán sembrar una nueva escisión irremediable entre el Islam y Occidente?