Ugo Pipitone
Estados Unidos, el Islam y los dioses irascibles

El ataque aéreo de Estados Unidos contra Afganistán y Sudán tiene dos características. La primera es que nos recuerda brutalmente que, globalización o no, vivimos aún en el siglo de Estados Unidos. Este país es prácticamente el único en el mundo que puede violar el derecho internacional sin producir una grave crisis política: privilegios de la fuerza. La segunda es que es casi imposible criticar a un país que ha sido objeto de agresiones tan brutales como los atentados recientes a sus embajadas africanas. El hecho que Estados Unidos haya conservado en vida a lo largo del siglo XX la palabra imperialismo, no implica que cualquier brutalidad contra él pueda ser justificada.

El universo islámico se enfrenta hoy al reto de encontrar dentro de sí las energías económicas, políticas e intelectuales para sacudirse siglos de derrotas (muchas de ellas autoinfligidas) y humillaciones. Estamos frente a una anomalía histórica, para decirlo de alguna manera. El archipiélago árabe y musulmán es portador de un gigantesco patrimonio de cultura y de historia que en este fin de milenio pesa mucho menos de aquello que merecería. No quedan sino dos caminos: el de la comunicación con otras culturas y el de la afirmación exclusiva de la propia indiscutible verdad. De una parte un camino azaroso de convivencia, de la otra el camino luminoso y siniestro de los actos de fe.

El terrorismo y el fundamentalismo religioso, son en este fin de milenio la encarnación del segundo camino: una muestra de lo peor de una tradición religiosa y cultural que es obviamente muchas veces mayor y mejor que los fanatismos de sus clérigos. Atacar a Estados Unidos es una forma para dinamitar una posibilidad de convivencia entre culturas que necesitan reconciliar sus diversos dioses. Una tarea esencial en un mundo cada vez más interconectado en el cual persiste la proclividad de cada uno de los dioses monoteístas (que son uno y trino) a perder la paciencia y mandar a sus feligreses a matarse entre sí. Evitar que la religión, un hecho fundamentalmente irracional, gobierne al mundo es tarea obvia de sobrevivencia.

El problema es que Estados Unidos reacciona frente a las provocaciones de fanáticos que no son todo el Islam, ni mucho menos, dando la impresión de creer que lo sean. Bin Laden, los estudiantes coránicos de Afganistán, los mullah integristas de Irán o de Sudán, y los asesinos piadosos, que la prensa llama terroristas, no son el Islam, son sólo su rostro más sucio. Un feo pasado nunca del todo derrotado. Como los asesinos ismailíes de hace casi un milenio. Y es obvio que frente a este universo de fanatismo, que quiere convertir una gran cultura en una jaculatoria piadosa y asesina, los ataques aéreos, por tan justificados que puedan ser, proponen un dilema horrible: dejar sin castigo a los asesinos o golpearlo militarmente y crear las condiciones de una mayor cohesión popular alrededor del fanatismo islámico. Hic Rhodus, hic salta. Algo habrá que pergeñar para apoyar desde Occidente a los reformadores islámicos, a aquéllos que en ese universo intentan una obra heroica de secularización. Y es obvio que los bombardeos no son la estrategia ganadora.

Pero no es fácil pedir a Estados Unidos una política serena sobre estos temas. En primer lugar porque el país sigue siendo un blanco privilegiado del terrorismo islámico. Y en segundo lugar porque su puritanismo religioso sigue siendo un lastre colectivo en una sociedad que después de dos siglos aún no sabe producir un presidente que pueda decirse ateo o agnóstico. Una sociedad puritana que (como casi todas las sociedades muy religiosas) conserva la barbarie de la pena de muerte y es capaz de armar ese escándalo ridículo que consiste en convertir la vida sexual de su presidente en tema de preocupación pública. Como si el país, en lugar que serlo fuera una parroquia gigantesca.

Moraleja: es una desgracia para Occidente que su punta de lanza en las relaciones con el Islam, sea un país como Estados Unidos que conserva formas tan atrasadas de confusión entre religiosidad y virtud pública. Pero en este caso específico ¿cómo condenarlo?