La Jornada 29 de agosto de 1998

Decae la liturgia máxima del presidencialismo

Mireya Cuéllar Ť ¿Qué es un Informe presidencial? Suma y síntesis de la política mexicana.

Y como tal, transita de la cresta del presidencialismo hacia ese ``acto republicano'' que la oposición soñó saborear.

El próximo martes no habrá un acto glamoroso. No más cadetes del Colegio Militar presentando armas, formando valla en las escaleras de San Lázaro. No más honores a la bandera que el Presidente hacía en la puerta del salón de sesiones. Se cerró el ``pasillo imperial''.

Desde que Guadalupe Victoria, el primer presidente constitucional, ``impuso'' la práctica de participar personalmente en el informe, hasta hace muy poco, pasando por Miguel Alemán

-quien no tuvo empacho en pedir a su secretario particular, que era nicaragüense, hacer la lectura desde la máxima tribuna de la nación porque el ``señor Presidente'' estaba ``un poco resfriado''-, los informes fueron algo más que un acto protocolario.

Fue la de Alemán expresión de su engreimiento -dice Porfirio Muñoz Ledo, protagonista, espectador, estudioso del tema-. ``¡Imagínese! Es como si Zedillo viniera al Congreso pero se quedara sentado y mandara a Liébano Sáenz a leernos su informe.

Prolongación de una tradición constitucional de las Cortes de Cádiz --el rey asistía a la apertura de los trabajos para ofrecer un mensaje general--, el rito presidencial de hablar ante el Congreso el día que se inauguran las sesiones del año legislativo fue incluido en la Constitución de 1824 como una prerrogativa del Ejecutivo. El Constituyente liberal del 57 lo transformó. Con gran similitud respecto de la Carta Magna estadunidense, se especificó entonces que el discurso pronunciado ``debería contener un informe sobre el estado que guarda el país''.

Las vicisitudes de una nación en gestación le dieron al informe variadas modalidades. Juárez no pudo acudir ante el Congreso durante seis años; era el tiempo de la guerra entre liberales y conservadores, de la invasión francesa. Entre disputa y disputa muchos titulares del Ejecutivo desconocieron al Legislativo. Hubo periodos en que tan sólo se envió el documento. En otros la lectura estuvo a cargo de algunos secretarios de Estado... de modo gradual, poco a poco, se fue convirtiendo en la ceremonia majestuosa de los años recientes.

``Lleváis, señores, por la mano a esta joven república, que exige de los depositarios de su voluntad oráculos de justicia y el fallo sobre su suerte futura'', les dijo Guadalupe Victoria a los legisladores el 15 de septiembre de 1826. (México a través de los informes presidenciales. Editado por la Secretaría de la Presidencia en el sexenio de Echeverría)

``El gobierno se vio en la necesidad de hacer salir al embajador de España, al delegado apostólico y al ministro de Guatemala, por la parte que habían tomado en nuestras contiendas civiles y el apoyo que habían prestado a la fracción rebelde'', daba cuenta Juárez, el nueve de mayo de 1861. La guerra de Reforma (1858-1861) había terminado.

Hasta entonces, la Cámara de Diputados había tenido su recinto oficial en un salón del Palacio Nacional --sin contar la parroquia de Chilpancingo, donde se instaló el primer Congreso de Anáhuac, y la modesta casa que dio techo a los constituyentes de Apatzingán--. Según varias referencias históricas, algunos salones de Palacio fueron acondicionados en distintas épocas para hacer de recinto por cuestiones de ``comodidad''. El último --dice un documento sobre los recintos camerales elaborado por la LVII Legislatura-- fue consumido por un incendio el 22 de agosto de 1872, así que debieron irse al Gran Teatro Circo Chiarini, ubicado en la céntrica calle de Gante.

Ahí estuvieron mientras se acondicionaba el Teatro Iturbide, elegido como nuevo albergue del Congreso. Sebastián Lerdo de Tejada lo inauguró el primero de diciembre de 1872 con su toma de posesión. Fue el escenario político durante 37 años --todo el Porfiriato--, hasta marzo de 1909 cuando, otra vez, un incendio acabó con el lugar.

Las paredes del viejo recinto, con los ecos de los discursos pregonando ``orden, paz y progreso'', que Díaz les recetaba dos veces al año --inauguraba los dos periodos de sesiones-- fueron tiradas totalmente. Díaz mandó reconstruir el recinto en el mismo terreno, pero se edificó algo totalmente nuevo. Nació el Palacio de Donceles, lo que todos conocemos como la vieja Cámara de Diputados (hoy sede de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal)

Pisó por vez primera ese edificio en abril de 1877 para abrir los trabajos legislativos (le dio golpe a Lerdo de Tejada) y ofreció ``una de las promesas más solemnes'': la ``no-reelección'' (México venía de periodos presidenciales muy prolongados).

Cuando se fue, más de 30 años después, volvió a tocar el tema de la reelección: ``no había sido puesta a discusión en épocas recientes...'' Ese primero de abril de 1911 inauguró el reconstruido recinto de Donceles.

Y la historia lo alcanzó. Un mes después, el 25 de mayo, envió al Congreso su renuncia. El 26 rindió protesta como presidente interino Francisco León de la Barra y el seis de noviembre protestó Madero como presidente electo. La Revolución había triunfado.

Francisco I. Madero apenas pudo dar su primero y último informe de gobierno el 16 de septiembre de 1912. Un año después tuvo que renunciar. Muerto Madero, Victoriano Huerta --``ese infame usurpador'', como rezan las poesías de los lunes en escuela oficial-- se hizo del poder, con la aprobación de la Cámara de Senadores.

Y vienen nuevas tribulaciones. La Cámara de Diputados es el escenario. Se opone al golpe del general. ``Dónde está el senador Belisario Domínguez?'', inquirían los diputados reunidos en el recinto de Donceles al ministro de Gobernación de Huerta, Manuel Garza Aldape.

La paciencia del ministro fue poca y como ``tampoco podía decirles a todos que hacía dos días se había asesinado bárbaramente, cortándole la lengua, torturándolo... a Belisario Domínguez, y que si no le creían fueran a abrir su fosa del panteón de Coyoacán, optó por la salida que había recomendado Huerta, de llevar a la penitenciaría de Lecumberri a todos los diputados al grito de ``¡jálenle!''

Y la sesión extraordinaria permanente se suspendió por falta de quórum. (Fragmento de la crónica de Alberto Barranco Chavarría en un folleto con la historia del recinto de Donceles editado por la Asamblea)

Los informes: la expresión oficial del México de este siglo

Así como se fue convirtiendo gradualmente en el acto de la ``glorificación'' del presidente, paralelamente, fue también el de las grandes definiciones: de política interior y exterior; hacia los actores económicos; hacia la clase política.

De Plutarco Elías Calles (los grandes caudillos revolucionarios ya se habían matado entre sí) a Carlos Salinas, el informe fue considerado ``el gran documento''. Un presidente hablaba ex cátedra.

Estar en el informe, una mención de un funcionario, era casi una promoción --``¡Más que eso!'', se corrige Muñoz Ledo--. La lucha por estar en las páginas del informe, porque el presidente se inclinara por una tesis, la alabara... a partir de ahí todo mundo las citaba: ¡ah! ¡lo dijo el presidente! Era como la Biblia.

Había mensajes cifrados. La intensidad, el énfasis, el calor , de una frase... todo eran señales. Fueron años de medir por líneas: unas cuantas era señal de que el funcionario ``andaba de capa caída''. Si por el contrario, eran párrafos y el tono encomiástico, ¡uyyyy! --expresa Muñoz Ledo--, podía ser el pronóstico de un ascenso.

De su época de funcionario de la Presidencia: ``Me gustaba (participar en la elaboración) porque contribuir significa poder influir, así fuese en la parte teórica, ideológica...'', dice con toda soltura.

Plutarco Elías Calles fue quien abrió brecha en el largo camino de ``la glorificación'', aunque inició el periodo de sesiones del Congreso el primero de septiembre de 1928 con un discurso que pretendió enterrar el México de los caudillos: ``... quizá por primera vez en su historia se enfrenta México con una situación en la que la nota dominante es la falta de caudillos, debe permitirnos, va a permitirnos orientar definitivamente la política del país por rumbos de una verdadera vida institucional, procurando pasar, de una vez por todas, de la condición histórica de `país de un hombre' a la de nación de instituciones y leyes''.

Y anunció que no trataría de quedarse más --era el último año de su periodo de cuatro--: ``en ninguna otra ocasión aspiraré a la Presidencia de mi país...''

Don Federico Barrera Fuentes, el patriarca de los cronistas parlamentarios --que el próximo martes asistirá a su informe número 70--, recuerda el discurso de Calles ese septiembre de 1928 y al primer interpelador del México del PRI, el diputado Aurelio Manrique, que gritó ¡farsante! al general. Don Fede, como le dicen todos cariñosamente, asistía a su primer informe desde el palco de prensa.

Eran los tiempos de creación del discurso político que la nación entera y su inseparable PRI fueron produciendo. Algunos le llamaron demagogia.

Se fijaban posiciones muy claras, como cuando en septiembre de 1968, un mes antes de la matanza de Tlatelolco, Gustavo Díaz Ordaz acusó a los dirigentes del movimiento estudiantil de ser movidos por ``intereses extranjeros'' y se preguntó qué hacer ante una situación de ``disturbio'': ¿debe o no intervenir la policía? Y se respondió: ``Se ha llegado al libertinaje... hemos sido tolerantes hasta excesos criticados; pero todo tiene un límite y no podemos permitir que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico...''

Todos saben lo que pasó después.

¿Qué tanto eran otros tiempos? Don Federico Barrera escuchó a Herminio Ahumada responder con una ``crítica muy dura'' el informe de Manuel Avila Camacho en 1945. También vio cómo, terminada la sesión, fue destituido de la presidencia de la Cámara.

También se acuerda de aquel secretario particular de Miguel Alemán leyendo en la tribuna. Una práctica, dice, que repitió Manuel Avila Camacho, cuando dio a leer su discurso a Jesús González Gallo. No había sobresaltos, tan sólo largos y algunas veces tediosos, discursos.

No fue el caso de López Portillo, quien enfrentaba esos episodios con un gran sentido de la teatralidad. Alguien olvidó ya al presidente que prometió defender el peso ``como un perro''. Tan sólo era la ambientación de un anuncio espectacular: la nacionalización de la banca. Gustaba de construirse escenarios, por eso mandó hacer el Palacio Legislativo de San Lázaro, con un imponente salón de sesiones.

¿Dónde ubicar el principio del fin de la ceremonia donde el cielo se precipitaba sobre un solo hombre?

``¿A los perredistas...? Ni los veo ni los oigo.'' Carlos Salinas estaba en el que sería por 30 días más su despacho en Palacio Nacional con un grupo de reporteros. Su último informe había concluido dos horas antes. Era el final de un pleito de seis años, así que como despedida los legisladores perredistas lo abuchearon, lo insultaron. ``¡Mientes, Salinas!'', rezaba la manta que el senador Félix Salgado Macedonio mantuvo desplegada casi al pie del presidente durante toda la lectura del informe.

Enrique Krauze, siempre en contra del maniqueísmo de la historia oficial, dice que nadie podía negar los logros de la administración de Porfirio Díaz (vías férreas, telégrafos, teléfonos... México había pasado de la anarquía a la paz, se defendía el héroe del 2 de abril). Sin embargo, precisa el historiador, ``Díaz era ciego a la mitad de la historia''.

A Carlos Salinas la historia --en forma de rostro encapuchado con pipa-- lo había alcanzado precisamente en ese 1994.

Porfirio Muñoz Ledo cerró el año pasado --cuando menos eso parece-- un ciclo que él mismo abrió, ya fuera del PRI, en septiembre de 1988, cuando inauguró lo que se conoce como la historia reciente de las interpelaciones.

Una frase inconclusa lanzada a Miguel de la Madrid desde una curul: ``Con su permiso, señor presidente...'' fue el inicio de una época de trifulcas, pancartas, gritos, que tuvo su punto culminante en 1996, cuando una máscara de cerdo (sobre el rostro del diputado Marco Rascón) apareció en pleno informe para, en pancartas intermitentes, hacer ``¡Oink....oink, oink''.

Un discurso republicano, de frente, de poder a poder, que el mismo Muñoz Ledo ofreció desde su asiento en la presidencia de la Cámara, como respuesta al informe presidencial en 1987, fue --al parecer-- el fin de esa época.

La alfombra roja sobre la que caminaba el presidente hacia el ``altar'' ahora será de un verde pálido.