Arnaldo Córdova
Contra la sociedad delincuente
En la presentación del Programa Nacional de Seguridad Pública, el presidente Zedillo y su secretario de Gobernación convocaron a una Cruzada Nacional contra el Crimen y la Delincuencia que, desde mi punto de vista, es de la mayor importancia. Ya en el sexenio anterior Jorge Carpizo, entonces secretario de Gobernación, hizo una propuesta muy parecida que, sin embargo, no fructificó, en parte porque Carpizo dejó demasiado pronto la secretaría a su cargo y, también, porque el gobierno salinista no consideró necesario prestar tanta atención al proyecto. En el entretanto el crimen se nos ha metido hasta las vísceras y ha cobrado dimensiones descomunales.
La delincuencia, sobre todo en su modalidad de delincuencia organizada, ya no es, como en el pasado aún reciente, un fenómeno que ocurre en la periferia de la vida social o en los subterráneos de la misma. El delincuente ya no está al margen de la sociedad. Ahora tenemos el fenómeno, inédito hace apenas unos tres lustros, de una gran parte de la sociedad (sin que sepamos su entidad) dedicada al crimen organizado. Pensar que las condiciones de extrema pobreza y de subdesarrollo son las causantes principales de la delincuencia ya no basta. Nuestros criminales ya no son el Jean Valjean de Los miserables, de Victor Hugo, que se convierte en criminal por robar una pedazo de pan. El crimen, a la usanza estadunidense, hoy es un negocio, y muy productivo.
En México, como por lo demás en todo el mundo, hay pueblos, barrios, comunidades y a veces hasta regiones enteras dedicadas al crimen como negocio. Toda una parte de la sociedad dedicada a delinquir. El criminal ya no es un marginado. Hoy está entre nosotros, lo notemos o no, lo sepamos o no. Los datos que dio el secretario de Gobernación son de verdad alucinantes: el año pasado, sólo los delitos denunciados fueron un millón 490 mil. ¡Quién sabe cuántos habrán sido los no denunciados! ¿Cuántos habrán sido los delincuentes? Tratándose de crimen organizado, podrían llegar hasta dos o tres millones.
En estos tiempos, el criminal solitario ya casi no existe. Un asalto, una violación, un secuestro son colectivos, por lo general. La organización comienza, por lo menos, con dos y puede llegar a miles y aun a decenas de miles. Enfrentar el crimen organizado, en este punto, significa una suerte de verdadera guerra civil. Ya no se trata de Chucho el Roto, sino de auténticos ejércitos. La sociedad civil contra la sociedad delincuente. Esta última, una sociedad que cuenta con mucho dinero y con muchas armas. También, y es aquí que radica el principal problema, con influencias de todo tipo: políticas, económicas, sociales y hasta culturales.
Tienen razón Zedillo y Labastida al decir que ya no se trata sólo de corrupción, sino y sobre todo, de impunidad. Eso quiere decir, como lo sabemos bien desde hace muchos años, que los criminales han penetrado en todos los tejidos de la sociedad y de las instituciones. Funcionarios, policías, empresarios o empleados públicos y privados, coludidos con los delincuentes, son nuestro verdadero dolor de cabeza, a veces más que los propios criminales. El poder de éstos sólo se puede explicar por el poder que les dan aquéllos. Es el modelo estadunidense del crimen organizado como negocio. Es el modelo de El Padrino.
El Programa Nacional de Seguridad Pública es un plan para atacar la impunidad y la corrupción. El llamado a la Cruzada Nacional contra el Crimen y la Delincuencia es una invitación a la sociedad civil para que se involucre en la guerra contra la sociedad delincuente. Ambos son oportunos y pertinentes. Pero también están en el aire o prendidos con alfileres. La razón la conocemos en demasía, porque los ejemplos son apabullantes: nadie puede ya creer en un gobierno que es presa de los criminales ni en policías que durante el día son servidores públicos y en las noches se dedican a secuestrar, a robar o a violar ciudadanos o son los que dan el ``pitazo'' a los criminales. Tampoco en agentes del Ministerio Público o en jueces que se venden al mejor postor.
A nadie le ha gustado el pronóstico de Labastida y de Madrazo de que el plan tardará unos dos años en rendir sus frutos. ¿Qué quiere decir eso? ¿Vamos a tener que esperar el próximo sexenio para tener ``resultados''?
Nunca fue tan cierto como en el México de hoy aquello de que ``algo está podrido en Dinamarca'' (Shakespeare). Si el presidente Zedillo quiere dar viabilidad a su proyecto tendrá que hacer muchos esfuerzos para reconquistar la confianza de la sociedad civil en su gobierno, sin lo cual el plan va a ser un espantoso fracaso.