La Jornada domingo 30 de agosto de 1998

Ventanas Ť Eduardo Galeano
El coplero

En los tiempos en que una grabadora ocupaba todo un caballo, Lauro Ayestarán andaba a campo traviesa, recogiendo la memoria de la música.

En busca de coplas perdidas, Lauro llegó una vez a un rancho escondido en las lejanías de Tacuarembó. Allí vivía un criollo que había sido mozo bailarín y guitarrero, diestro en los duelos de versos y las tonadas de la patria vieja.

Estaba aviejado el hombre. Ya no iba y venía de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta. Andaba agachadito, caminaba poco, se caía mucho, y para levantarse se apoyaba en el lomo de alguno de sus perros. Ya no cantaba, más bien soplaba palabras, pero tenía fama de memorioso:

-De lo que hay, no falta nada -susurraba, con un dedo en la cabeza, y se reía.

Guitarra en mano, nomás rozándola, el viejo verseó, canturreó, tarareó. En la atardecida, sonaron ronquitas las melodías que celebraban la memoria de las vacas sueltas y los hombres libres, mientras giraban y giraban los carretes de la grabadora.

El coplero miraba la grabadora de reojo. Más que mirarla, la sospechaba:

-Y eso, ¿qué es?

-Eso es una máquina -dijo Lauro.

El viejo picó tabaco a cuchillo, en la palma de la mano.

-¿Y para qué sirve?

-Guarda las voces.

Se ensimismó el musiquero. Echó unas cuantas pitadas, entretenido con el humo, y al rato confesó:

-No entiendo.

Entonces Lauro toqueteó la grabadora y de pronto volvieron a sonar los versos que él había cantado.

El viejo nunca había escuchado su propia voz. Mientras escuchaba su voz guardada, apuntó a la máquina con el pucho y sentenció:

-Eso... es Dios.