Yo no sé gran cosa de los tejemanejes de la política, pero últimamente me he estado acordando de mi visita a Moscú en 1980, y de una frase que nos dijo, a mi esposo y a mí, la encargada de un museo. Creo que fue al acompañarnos a la puerta para despedirnos; en todo caso, nosotros estábamos enfrascados en la tarea de quitarnos las zapatillas que debimos usar al recorrer las salas para no maltratar las duelas del piso, cuando nos pidió: ``Cuenten en su país lo que vieron aquí''.
¿Qué creía que íbamos a hacer? ¿O qué temía, en vista de que se conmovió al exhortarnos, casi dramáticamente, a contar lo que habíamos visto? ¿Supuso que íbamos a mentir? ¿En qué sentido? Seré ingenua, pero no necesitaba que nadie me pidiera que contara lo que había visto; lo conté, independientemente de que quien me oyera creyera que mentía o, repito, que era una verdadera ingenua. Conté, por ejemplo, cuando una mujer mayor, vestida de negro, gorda, con la cabeza amarrada en la conocida mascada de lino con flores, vio a mi esposo a la entrada del ascensor del hotel y, sonriente, lo abrazó y lo besó como a un hijo. Y conté muchas cosas, pero una de las que más recuerdo es la petición de aquella mujer: cuando regreses a tu país, cuéntales a los tuyos lo que viste aquí.
No quiero caer en el ridículo al interpretar nada. Voy a atenerme a los hechos. La encargada del museo dijo lo que dijo; yo lo recuerdo con frecuencia, y eso es todo. Saltar a conclusiones del tipo de que fue valiente el decirlo o de que lo que se veía en su país no era ocultable, así no fuera lo que el visitante extranjero esperara ver, me llevaría, a mí que no entiendo gran cosa de los entretelones de la política, a unos enredos tales de los que no sabría cómo desembarazarme después. Es más, ni recordaría la citada frase como la recuerdo de no haber sido porque, años después, ya a principios de los 90, en Palermo nos sucedió algo por el estilo.
Estábamos en la terraza de un café de barrio, al caer la tarde, cuando el mesero se nos acercó y nos dijo: ``Cuando regresen a su país, cuenten lo que vieron aquí''. ``Así será'', lo reconfortamos. Pero, ¿no es curioso? Los fantasmas de Moscú antes del 89, y de Palermo post, entre otros, el asesinato del magistrado Falcone a manos de La Mafia, no se parecen en lo más mínimo; pero ambos ahuyentaron a los visitantes de ciudades, muy ricas cultural e históricamente que, por otra parte, los habrían recibido con los brazos abiertos, tal como nos recibieron a nosotros.
A veces resumo lo que siento y lo que pienso en la exclamación monosilábica ¡Ay!, y quedo tranquila; pero hoy quiero decir algo más, sobre todo porque estuve leyendo a dos cuentistas que, a su modo particular, a través de sus libros me piden que cuente a otros lo que vi en ellos. ¿Cuál será el fantasma que ha ahuyentado a los lectores de los libros del chileno José Miguel Varas y del español Medardo Fraile? ¿O soy tan ignorante que no sé que son autores conocidísimos? ¿Es un insulto o una falta de respeto suponer que, al menos entre nosotros, no son muy conocidos y decirlo? No sé; pero ya que ha persistido tanto mi deseo de contar que los he leído, me he puesto la tarea de averiguar por qué, mientras los leía y los asociaba, recordé a la encargada del museo de Moscú y al mesero del café de Palermo. ¿Tienen algo en común con Varas y Fraile?
Lo único que se me ocurre es comparar los cuentos de ambos autores a la vida, que no necesita entenderse ni explicarse; que, si acaso, te dice ven y mira, y, cuando regreses a tu país, cuéntales a los tuyos lo que viste. La verdad, y perdón, es que no sé. ¿Se conocen Varas y Fraile? ¿Son amigos, enemigos? ¿Cómo tomarían, si se enteraran, que por casualidad, o por razones misteriosas, los he estado leyendo al mismo tiempo y asociándolos? A juzgar por lo que conozco de escritores, a ninguno le gusta que lo comparen con otro; a menos que ese otro sea el que ellos consideran el Súper Dúper Gran Equis. O sea, todos prefieren que, si alguien se va fijar en ellos, lo que encuentre sea lo que los hace únicos, no lo que los iguala a otro. En fin. Yo diría, sólo porque sí, ya que no en mi descargo de nada, que todos los grandes escritores se parecen entre sí, pero no sabría decir en qué, de no ser en el hecho de que todos son buenos, como calidad no graduable, y lo que los diferencia es cosa aparte.
Varas y Fraile comentan la vida en sus cuentos, y eso es lo que tienen para intercambiar con los lectores. Su literatura es el valor que ofrecen, sin otra cosa a cambio. Decía que la vida no pretende mejorar ni se lamenta de empeorar, porque sólo es.
Se presenta, sin agradecer nada más allá de su existencia, ni pedir ningún tipo de perdón. Ven y mírala, en los cuentos de dos escritores en sus 70: Varas, con años de exilio en Moscú; Fraile, en Glasgow desde hace décadas. Discretos, artistas. Cuando cierres sus libros, cuéntales a todos lo que viste en ellos, por ejemplo, la cuerda de un ahorcado que, en realidad, colgaba del cielo; o el encuentro con tu vieja sirvienta que se comunica con los zapatistas desde Chile vía Internet. ¿No es esto suficiente entre los hombres?