La Jornada 30 de agosto de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Apocalipsis XXI

Cuando la crisis tomó la curva ascendente adquirí el hábito de comer lentejas. Me las recomendó una amiga que las guisa desde que su esposo empezó a alejarse. Mucho después de que Margarita me dio el consejo gastronómico entendí sus verdaderos alcances: el potaje de lentejas es el tipo de guiso que una mujer se cocina rápido y come sola, mientras pretende que no le importa hallarse frente a una mesa desierta y no la humilla mantenerse atenta, como un perro, a los pasos en la calle, al teléfono o al mínimo crujido de la puerta --por donde, en esas circunstancias, jamás entra nadie.

Semanas después, cuando las dificultades con Santiago llegaron a su clímax, me entró la compulsión de limpiar yo misma las lentejas antes de guisarlas. Pasarme horas enteras inclinada sobre la mesa, detectando una piedrita o una basura entre cientos de semillas, es mucho menos desagradable que maldecirme por mi ocurrencia: ``Sí, deja que July vea tu obra''. ¡Estúpida!

La terapia rastreadora tuvo otros efectos positivos colaterales: frenó mis imaginaciones morbosas en que se mezclaban las manecillas del reloj y las ausencias, cada vez más prolongadas, de Santiago; me permitió descubrir la extraordinaria variedad en el colorido de las lentejas y despertó mi interés botánico. Gracias al diccionario, ahora sé que la lenteja es una planta herbácea, anual, de la familia de las papilionáceas, con tallos de tres a cuatro decímetros, endebles; tiene hojas oblongas que dan flores blancas con venas moradas. Alguna vez alenté el deseo de adornar mi cocina con un ramillete. Ahora sólo me gustaría verlas floreciendo en alguna hortaliza.

No exagero al decir que tengo otro motivo de agradecimiento hacia las lentejas: me devolvieron parte de la autoestima perdida cuando descubrí que aún poseía algo que Santiago apreciaba mucho al principio de nuestra relación: mi terquedad. No imaginé que con el tiempo esa característica mía iba a ser motivo de enojo: ``¿Por qué insistes tanto en que no abandone la escultura ni la cerámica? Con eso lo único que logras es presionarme''.

Convencida de que iba derecho al fracaso, opté por callarme. Fingí que no me dolía ver a Santiago atrapado en su profesión de contador mientras en su tallercito --a punto de convertirse en cuarto de trebejos-- seguían empolvándose sus obras.

II

Una noche en que Santiago y yo salíamos del cine nos topamos con Leonardo, antiguo condiscípulo de mi esposo en la Academia. Lo acompañaba July, una muchacha pelirroja, envuelta en un complicado vestido étnico. Era crítica de arte, según nuestro viejo amigo. Me dio gusto verme otra vez cerca del tipo de personas que Santiago y yo frecuentábamos en los primeros tiempos de nuestro matrimonio.

Le recriminé a Leonardo que nos tuviera tan abandonados: ``¿Sabes cuándo fue la última vez que nos visitaste? Cuando Santiago expuso en la Casa de la Cultura''. July abandonó la actitud distante: ``¿Es artista plástico?'' Santiago respondió con vaguedad: ``Bueno, tengo algunas cosas, pero no me considero un profesional''. Leonardo dijo que no fuera modesto y sugirió que invitara a July a ver su obra. ``Pues sí, un día de estos...'' Leonardo insistió: ``Eso no se vale. Dile cuándo''. Tomé la iniciativa: ``¿Por qué no vienen el jueves?'' Leonardo respondió que tenía un compromiso. July levantó los hombros, entre indiferente y caprichosa: ``Pero yo estoy libre. ¿Está bien si llego a las siete?''

De vuelta a casa sentí que Santiago y yo recomenzábamos nuestra vida: mi defensa de su obra era una forma de recordarle mi amor y mi fe en su creatividad. Hacía mucho tiempo que no hablábamos del tema. Sobre las palabras con que años atrás él y yo conversábamos de arte también había llovido polvo. Era urgente retirar esa capa gris y asfixiante.

Comencé por el taller. Dediqué muchas horas a limpiarlo. Después acomodé bajo la mejor luz esculturas y cerámicas. Tuve tiempo de contemplarlas. Me produjo una inmensa emoción recordar que mis senos eran parte de Apocalipsis XXI. Pensar que podría decírselo a una experta me llenó de orgullo.

III

July se presentó sola. Me dio un beso en cada mejilla y nos apremió a que la lleváramos al taller. Nunca olvidaré su estremecimiento cuando vio una figurita de arcilla modelada por mi esposo. Aseguró que jamás había hallado algo tan puro: ``Nos devuelve la inocencia''. Pronunció la última palabra mientras mantenía los ojos bajos, perdidos en quién sabe qué profundidades.

Santiago, que se había pasado la semana recriminándome que hubiera invitado ``a la flaca esa'', se entusiasmó y accedió a mostrarle sus trabajos inconclusos, en particular la serie de esculturas a base de chatarra y desperdicios que había titulado Apocalipsis XXI. Creí que era el momento de que Santiago descubriese sus capacidades oratorias y hasta mi relación con la obra, así que murmuré: ``Explícale''.

July se volvió a mirarme con un gesto de reproche y luego procedió a decirnos lo que sabía de antemano. Con los ojos brillantes habló del mensaje contenido en las piezas inconclusas --a las que comparó con un grito ahogado--: ``Es una admonición acerca de la violencia, la miseria, la guerra, el desastre ecológico, la crisis monetaria: todo lo que ensombrece al llegada del siglo XXI''.

Era el momento de intervenir en aquella conversación de la que poco a poco iba quedando excluida. Mencioné escenas de violencia vistas en la tele: ``Las filmaron en un lugar de Africa, no recuerdo dónde. ¿Te acuerdas, tú, viejo?'' Santiago castigó mi cotidianidad con una mirada fulminante. Entendí tardíamente que no se llama viejo a un creador, aunque sea el marido de una, y menos en presencia de una crítica de arte.

July nos dijo que jamás veía la televisión porque era un medio contaminado y un abominable recurso de control sobre las masas. Relacioné la frase con los cinco kilos que desbordan mis caderas y prometí que a principios de agosto --pasado el cumpleaños de Santiago-- iniciaría la dieta. Cómo iba a imaginarme que para esas fechas estaría convertida en una solitaria devoradora de lentejas.

Le ofrecí una cuba a July. Bebió en silencio y así estuvo algunos minutos. ``¿Pasa algo?'', pregunté. Antes de contestar se mordió el labio inferior: ``No sé. Es que aún estoy emocionada. La obra de Santiago es tan... Tengo las manos frías por la emoción''. Para desvanecer las dudas de mi marido, le tocó la mejilla: ``¿No estoy helada? Es por tu culpa. Tienes que terminar esos trabajos, debes hacerlo. Es más: no me moveré de aquí, y conste que ya es bastante tarde, si no me lo prometes''.

El temor de que la insistencia de nuestra invitada provocara el disgusto de Santiago alteró mi expresión. July lo notó y me dijo: ``Quizá tú no alcances a apreciar todo el mensaje que hay en Apocalipsis XXI. Es natural: la cercanía te impide tener la perspectiva necesaria...'' Iba a decirle que estaba equivocada, que el título y los senos de Apocalipsis XXI eran míos pero no tuve tiempo. July y Santiago se enfrascaron en una discusión acerca del posmodernismo. No me dirigieron la palabra. Tal vez ambos pensaron que me faltaba ``perspectiva'' para opinar.

July se despidió. Dijo que le gustaría encontrarse con Santiago para entrevistarlo y escribir un largo artículo acerca de su obra. Mi esposo fingió no interesarse pero en la mañana no encontré entre las botellas el papelito con el teléfono de July. ``¿Lo tomaste?'' pregunté. ``Sí, por lo de la entrevista...'' ``¿Vas a verla?'' ``No sé; si me decido, supongo que con una o dos horas bastará''. No fue así. Continúan viéndose pero el artículo aún no aparece en ningún suplemento cultural.

Al regresar de sus citas con July, motivado por ella, Santiago entra en el taller. Permanece horas allí pero la inspiración no regresa y él se limita a contemplar Apocalipsis XXI. La escultura permanece inconclusa y ha vuelto a oscurecerla el polvo. Yo sigo devorando lentejas.