Hermann Bellinghausen
Palinuro con ellos

Lleva la cabeza rapada, pero no es seguro. La oscuridad del lado del mar es mucha. Algo charolea desde las mansas olas. Parece un cráneo, todavía con pellejo.

Precisamente eso viene salvando: el miserable pellejo. Tambalea, borroso, su cuerpo, que de tan mojado ha de pesar el doble, y emerge en la playa la escuadra de las piernas, que ejecutan el alarde de no derrumbarse bajo el plomo del cansancio. Ignora cuánta horas nadó, flotó inmóvil, se quiso dejar morir, se arrepintió, encontró un tablón, perdió una boya, encalló en un banco, etcétera. Pasó sin tregua de la insolación al choque gélido de la corriente nocturna, hasta quedar insensible.

Sale del agua. Camina tres, cuatro pasos. Cinco. Está muy oscuro todo. Parecen palmeras. ¿Un perro pepenando cangrejos en la resaca? ¿Una neblina? ¿Un olvido de las formas? Lo poco que hay que ver también se apaga.

Al parecer no registra los chispazos de una hoguera agonizante a un centenar de metros, a la que rodean dos -¿tres?- siluetas en el preciso acto de acostarse bocarriba. Absortos en el firmamento, los de la hoguera tampoco lo ven.

* * *

La costa asoma tras un cristal traslúcido esta noche oscura, donde lo menos negro es la arena blanca. Los arbustos y palmerillas, las rocas, deambulan como espectros. El mar sisea allá, todo allá, hasta el horizonte inexplicable donde empiezan las estrellas, puestas esta noche a ser muchas. Porque mar y cielo, igual de negros, las resaltan.

El latigazo de la Vía Láctea traza su nube completa, de cabo a rabo el arco más grande bajo el cual ponerse en la Tierra. Son un alto, un gordo y una mujer.

Algún motivo común de las civilizaciones sugiere en la Vía Láctea una ruta, de ahí la calidad de sus nombres. La cristiandad le dijo Camino de Santiago (de Campostela, la meta de los peregrinos, su Meca, su Itaca, su Aztlán). Esta noche tiende íntegro su telar blanco, y ellos acuden a los comentarios absurdos:

-Así son los sueños.

-De este color sin color.

-Se borra todo para que todo se vea.

-Qué desnudo todo.

-Sí, qué desnudo.

Una embarcación pasea un fanal en la línea que separa los millones de soles del espacio y las aguas de un planeta en su lado de sombra.

-¿La nave va, o viene?

Nadie mira al fanal. La respuesta queda suspendida en la brisa de la noche absoluta, tibia, móvil. Una de las voces replica que la nave es la Tierra que ellos tripulan tendidos de espaldas en la arena, viéndose flotar en el universo. Otra voz dice que ha visto demasiadas películas.

Entonces Trampero, el perro de aguas que va con ellos, ladra y ladra a un centenar de metros. Como no le hacen caso, y es un perro muy entendido, corre a donde los contempladores de estrellas pierden su tiempo, les ladra al oído, y al más alto de los tres, que es su amo, le jala la manga de la chamarra.

-Algo se trae este perro.

* * *

Demora su despertar. Esto tan dulzón y colorido, ¿son sueños? ¿Qué estaba soñando? No, ¡no!, no quisiera despertar.

Aún no abre los ojos y ya lo deslumbra una blancura rojiza que sus pupilas no soportan. El sol de las 8 de la mañana pega como un chorro de leche hirviente. Lo anterior que recuerdan las retinas debajo es una fría oscuridad; el lamparazo del día les duele.

-Mira, está despertando.

Ah caray, una voz. ¿Cuál fue la última que escuchó? La del hombre armado que lo hizo saltar por la borda, ¿ayer? ¿Hace un siglo? ¿Fueron reales los disparos? ¿De quiénes son esas cabezas que atestiguan su despertar? ¿Así será haber muerto?

Una pelea cuerpo a cuerpo, tiros, el sol y el mar terrible por todas partes.

* * *

El náufrago permaneció con ellos tres días. Comía poco, apenas durmió. No dijo nada. O era mudo o se hacía. Y por más que le propiciaron reposo, le convidaron aguardiente de caña y lo alimentaron con ostras y hojas de chaya, no quitó nunca la mirada de espanto.

Mientras permaneció en el campamento, la contemplación de la Vía Láctea se vio interrumpida. El tiempo se les iba en contemplar al náufrago.

Ahora el náufrago les aprieta, a cada uno, la mano derecha. Acaricia la cabeza de Trampero y se aleja por la playa, rumbo al sur. Da a entender que da las gracias. Ella le regala su sombrero.

* * *

Ahora pierden el tiempo discutiendo suposiciones: es un convicto, un loco, un borracho, un prófugo sin duda. Un náufrago. Con esa cantidad de agua que salió de sus pulmones, parecía venir de la Atlántida. ¿La qué? La Atlántida. No mames.

-A que se cayó de un barco -concluye el más alto.

-Para mí que lo trajo la Vía Láctea -decide el más gordo-, es un viajero del espacio.

-Yo digo que vino del fondo del mar -dice la más bonita de ellos, que no forma parte pero los acompaña y hasta se hizo amiga del perro.

Ya sin náufrago, podrán atender nuevamente la Vía Láctea y poner en el infi0nito su pensamiento, que a eso vinieron. De espaldas en la arena, se disponen.

-¿Te das cuenta de que somos unos diletantes? -dice el más gordo.

-Sí, somos un asco -dice el más alto.

-Ya cállense -dice la más bonita.