La Jornada 31 de agosto de 1998

El poeta, la actriz, la silente... y tila para los de Hacienda

Jaime Avilés Ť Ayer, al final de un breve recorrido por el sur y por el centro de la ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador llegó sonriente a la sede nacional del PRD, a las 13:55, y dijo con plena seguridad a este diario: ``Lo único que puedo adelantar es que ya la hicimos''.

Hasta ese instante el promedio de votación era de 110 personas por casilla, una cifra que multiplicada por las más de 4 mil ``mesas de consulta'' instaladas en el Distrito Federal, sugería que se había alcanzado ya la meta, mínima, de obtener medio millón de votos en la capital del país.

Y éste -ahora puede ya ser revelado- era un requisito indispensable para lograr 3 millones de votos en el vasto territorio nacional: un cálculo muy superior al de la Secretaría de Gobernación, donde los expertos confiaban en que el referéndum sobre el fraude más escandaloso en la historia de México congregaría, cuando mucho, a 900 mil ciudadanos.

Las flores de tila

Después de visitar los 31 estados de la República en menos de 30 días, López Obrador dio de baja su teléfono celular el sábado, para conceder un descanso a los abnegados muchachos de la inteligencia gubernamental que lo habían seguido fielmente a través de su ahora extinto número. Así que dedicado de lleno a la vida familiar, por primera vez en mucho tiempo, ayer se levantó menos temprano que de costumbre.

A las 10 de la mañana habló con Jesús Ortega, el secretario general de su partido, y desmanteló un rumor que circulaba desde la víspera. Según esto, el tabasqueño planeaba ir al estadio de CU a ver el esperado Pumas-Chivas. Pero al filo de las 11, después de desayunar con toda calma, bajó al patio de su edificio y abordó el cochecito blanco de uno de sus ayudantes para dirigirse al Zócalo, donde toda la prensa nacional lo esperaba entre los gritos de un ruidoso contingente de ex trabajadores de Ruta-100.

Sin escolta, y sin prisa, el perredista visitó algunas casillas rumbo al centro de la ciudad, y comprobó que a pesar del ausentismo visible en todas las calles y avenidas las mesas de consulta registraban un matutino promedio de 30 personas, y donde las urnas contenían menos votos era -le daban siempre la misma respuesta- porque ``instalamos un poco tarde, licenciado''.

Al apearse del cochecito en el Zócalo, pasadas las 12:30, López Obrador fue rodeado por un enjambre de rostros, cámaras, micrófonos, alientos y olores de perfume y sudor del que, sin embargo, surgieron pocas preguntas.

-La Secretaría de Hacienda -le informó un periodista- está dando una conferencia de prensa para denunciar que la consulta es una manipulación política. ¿Qué opina de eso?

-No es algo nuevo. Llevan meses repitiéndolo, porque no saben y no pueden decir otra cosa -contestó-. Lo que pasa es que están muy nerviosos. Pero les vamos a mandar unas hojas de flor de tila para que se hagan un té y se tranquilicen...

Entre musas y poetas

``¿A qué organización pertenecen, compañeros?'', dijo el encargado de la casilla ubicada en la plazoleta de la estación Pino Suárez del Metro, media hora más tarde. López Obrador contestó:

-Yo soy el presidente nacional del PRD y éste -dijo señalando al hombre que en el Zócalo se había trepado con él al cochecito-, éste es Jesús Ortega, secretario general del partido.

-¡Ah chingá! -replicó, abriendo aún más los ojos el encargado de la casilla-. ¡Mucho gusto!

Cuadras más adelante, en la mesa colocada en la entrada de la estación Cuauhtémoc del Metro, un hombre con pelo y bigote blancos, muy bien vestido con camisa blanca y pantalón beige, garabateaba en el espacio de la hoja de votación que invitaba a los ciudadanos a escribir una propuesta alternativa para resolver el problema del Fobaproa: ``Que fusilen a todos los banquer...'' Sin embargo, al sentir a sus espaldas la presencia de López Obrador, el individuo escondió instintivamente la hoja y siguió redactando en secreto.

En la glorieta de la Diana, mientras el semáforo cumplía su función y el cochecito blanco ronroneaba inmóvil, un vendedor de chicles, mutilado de una pierna, se inclinó ante la ventanilla para ofrecer su mercancía. ``¿Ya votaste?'', le preguntó López Obrador. ``No puedo, mi jefe, no soy de aquí, yo vivo en el estado'' (de México). Y otro vendedor, éste de golosinas que acababa de agregarse al coloquio, le arrebató la palabra a Andrés Manuel, diciendo a su colega: ``Vete a votar a la esquina. No importa que no seas de aquí. Hay que partirle la madre a esos desgraciados, ¿verdad, señor?''

En el camellón de Durango y Salamanca, López Obrador se llevó una sorpresa. El encargado de la casilla era nada menos que el poeta Enrique González Rojo y el número de votantes, en ése lugar tan difícil, era de 133 a la una y cuarto. ``Vamos muy pero muy bien'', dijo López Obrador, saludando de mano y agradeciendo la participación de todos los presentes.

Entonces el cochecito blanco se internó en la colonia Condesa, y en la esquina del Parque México que da a la avenida Sonora la sorpresa fue doble. Pero esta vez quien no se aguantaba la alegría y la admiración era la encargada de la casilla porque, cuando el presidente del PRD se aproximó a la mesa, estaba despidiéndose de todos una rubia flaquita y simpática, de ojos de luz de bengala, que se había anotado en la hoja de registro como Edith González Fuentes, de profesión actriz, que además de votar había tenido que firmar autógrafos adornados con florecitas.

Y cuando la rubia se fue, el que entonces se quedó de a cuatro, como suele decirse, fue López Obrador, porque en el espacio que hacía un instante ocupaba la diva estaba una señora sordomuda, preguntando a señas si podía votar con un enorme papel enmicado que era su acta de nacimiento. Y como nadie la entendía bien a bien, de pronto apareció otra muchacha que también manejaba el lenguaje manual de los sordos y que en breves gesticulaciones despachó sin más el asunto. Y entonces López Obrador dijo:

-Ah, caramba, aquí hay de todo. Nada más falta que alguna de ustedes hable chontal...