El 18 Foro Internacional de la Cineteca ha permitido ver muy buen cine de autor. Quizá la película mayormente atípica de todas, un genuino poema visual, es Madre e hijo, del director ruso Alexander Sokurov, discípulo de Tarkovsky, nacido en 1951. Un boletín de prensa difundido hace un año por International Film Circuit avanzó algo que comentaristas y críticos han retomado. Sus imágenes guardarían relación con los paisajes de Caspar David Friedrich (1884-1840), formado en Copenhague y considerado el non plus ultra de los románticos alemanes, quizá por ser contemporáneo de Goethe (1749-1832). Para empezar, a Friedrich debe vérsele como precursor directo de la corriente simbolista nórdica, cosa que no se opone a que se le considere romántico. Pero no hay rastro de la óptica de Friedrich en la visión pictoricista de Sokurov, que es, eso sí, un enamorado del simbolismo, al menos en esta película que deja impresión imperecedera. Está hecha con pocos recursos; la cámara, manejada por Alexei Fyodorov no abandona la región en la que transcurre la trama y ésta es escueta, tierna, lacrimosa, pero también terrorífica. Los elementos que la arman son mínimos. La madre que padece de consunción no es una mujer muy mayor, y atendiendo al físico, su hijo es un mocetón de unos 25 años. Se dedica a atender a su madre, entre ambos existe una relación amorosísima y cómplice, pero hay un momento en que el espectador sabe que la madre muere para que el hijo tome las riendas de su vida, se deja morir para que su vástago pueda vivir, de otro modo éste no lo hará.
La simbolización está dada mediante algunos elementos básicos. El primero es la paleta de la película, colores de crepúsculo o de amanecer, densas nubes oscuras, a veces un rayo de sol que posibilita el detalle en los primeros planos (un poco a lo Burne Jones, el prerrafaelista amigo de Rosetti), otras la claridad difusa que logra filtrarse al interior de la casa en perpetua penumbra permite discernir lo que hay en ella: nada, casi nada, ni un icono, ni un samovar, sólo implementos rústicos de madera. La casa, una pequeñisima finca que parece más bien capilla neoclásica, tiene los vanos de las ventanas cegados y se ingresa a ella por una breve escalinata cubierta por un frontón. Es parecidísima a las criptas sepulcrales de muchos cementerios del siglo XIX. La situación de estas dos vidas que comparten los últimos momentos de su fatal simbiosis se encuentra metaforizada de varias maneras. En la escena que da la clave mayor, el hijo solloza recargándose en un claro del bosque donde hay una serie de troncos de árbol delgados, flexibles, enredados, que parecen tentáculos o marañas de neuronas. Como otras escenas, ésta obedece a un tiempo real, por lo que el espectador puede analizar los vericuetos que describen esas redes de madera joven, mórbida, analogándolas con lo que pasa por la cabeza del sujeto casi en estado de desesperación.
En dos o tres momentos el silbido de una locomotora y su visión lejana incursionan en la soledad del paraje. Es un tren de vapor, lo que no necesariamente permite ubicar los sucesos antes de la revolución bolchevique, pues el joven viste con ropa más actualizada y la madre sólo porta lo que será su mortaja, que el hijo dobla y pliega con infinito cuidado sobre el escuálido cuerpo de ella aún viva, a fin de que no tenga frío. Hay cerezos ya en flor y el mar está cerca. La locomotora es un llamado a dejar el lugar, pero la ligera embarcación que abandona el litoral es (como en la canción La barca de oro y como en casi todas las mitologías) símbolo de muerte.
La mayor parte de la película, la cámara capta las escenas en diagonal, de modo que hay pendientes inclinadísimas por las que el protagonista parece caminar de milagro. No hay un solo árbol erecto, todos se inclinan hacia uno u otro lado, cual si estuviesen continuamente a merced de un vendaval. En una escena la fotografía alarga desmesuradamente el cuerpo del joven que va alejándose de espaldas, tomando entonces proporciones similares a las de las figuras de El Greco. También sucede lo contrario, al filmarlo en picada la figura se achaparra volviéndose vecina del suelo. La única imagen identificable con determinada pintura en lo particular corresponde a una formación rocosa que el joven se detiene a contemplar varias veces. Es una configuración muy similar a La isla de los muertos, de Bücklin (1827-1901), de la que existe más de una versión del propio autor a partir de 1880. Son pinturas que tienen un tono embrujado, tal vez por eso Rachmaninoff se inspiró en ellas para su composición del mismo nombre. Hay música muy tenue de Glinka y de Verdi, que acompaña los sonidos de la naturaleza; aquí estaría otro elemento simbólico utilizado por el cineasta. Por cierto, las primeras notas que se dejan oír son versión minimalista del Nocturno en mi menor, de Schubert, pieza melancólica a morir. Una belleza de película.