La Jornada martes 1 de septiembre de 1998

Ugo Pipitone
Rusia y nosotros

Cuando nos referimos a la fuente de la turbulencia actual, nos referimos a un país, Rusia, que económicamente hablando vale el equivalente de Holanda. Lo cual, para entendernos, significa apenas algo más de uno por ciento del producto interno bruto mundial. Y sin embargo, en estos días la destrucción de valor en los mercados de capitales de todo el mundo es mucho más extendida que la fuente evidentemente minúscula de tanto lío. Y entonces uno se pregunta de cuáles y cuántas enfermedades adolece la economía mundial, si una causa tan pequeña produce un efecto tan grande.

El actual podría ser éste el golpe más duro desde aquél que en 1974 abrió un largo ciclo de inflación y recesión a escala mundial. Un ciclo, por cierto, que se concluyó con dos novedades: un desempleo elevado y errático y una globalización comercial y financiera, una de cuyas consecuencias experimentamos en estos días. Todavía no hemos llegado a la debacle que se revelaría en un ciclo recesivo y deflacionista de varios años o décadas. Y es inútil decir que un ciclo de esta naturaleza implicaría riesgos elevados en una fase de explosión demográfica que nos llevará a duplicar la población mundial en dos generaciones.

Frente a este riesgo que seguirá incumbente en el futuro, uno se hace tres preguntas acerca de la situación actual. Primera: ¿por qué Rusia? Segunda: ¿por qué tanto alboroto a partir de una economía tan pequeña y todavía tan poco vinculada con el resto del mundo? Tercera: ¿por qué los organismos financieros internacionales no previnieron este, digamos, resbalón?

Intentemos respuestas telegráficas, como el espacio impone. A la primera pregunta, y sin ir muy atrás, la respuesta es: una política restrictiva del gobierno que forzó a aumentar las tasas de interés acelerando las crisis debitorias y revelando la fragilidad del sistema financiero y bancario ruso. Una situación complicada por la escasa disponibilidad de las nuevas oligarquías a asumir su parte en el financiamiento, vía fiscalidad, del Estado. A la segunda: porque, como casi siempre, los operadores sobrerreaccionan revelando esa mezcla fatal de timidez y neurosis que caracteriza los comportamientos de los mercados de capitales a escala mundial. A la tercera: Occidente sigue haciendo pagar alguna cuenta a Rusia mientras el FMI sigue sin hacer su trabajo en este país. Cuya economía, por cierto, mostraba desde comienzos de agosto que la situación se estaba haciendo insostenible exigiendo un aporte de liquidez de parte del FMI, que obviamente no llegó. Y ahora que la devaluación del rublo y el temblor mundial subsiguiente ocurrieron, sólo queda reflexionar sobre los riesgos que la situación actual muestra.

Y en primer lugar está el peor de todos: que Rusia acelere el camino de retorno hacia su antigua tradición autoritaria. El futuro hombre fuerte podría ser Lebed, o cualquier otro. En el caso de Lebed tendríamos una especie de Fujimori militar con control de 22 mil cabezas nucleares. En alternativa a esas nuevas oligarquías que confunden su irresponsabilidad con el ``espíritu del capitalismo'', y esos políticos corruptos que se enriquecen mientras el país no detiene su retroceso.

El segundo riesgo no es menos grave: un contagio fuerte a Japón, el enfermo verdaderamente peligroso para la salud de todos, que podría precipitar una recesión mundial inaugurada por una huida generalizada de los mercados de capitales a favor de los mercados del dinero. Un retorno a la seguridad bajo la forma de depresión mundial --una forma para controlar una economía mundial que funcionando a toda máquina generaría problemas y tensiones incontrolables.

En este contexto de peligros (en el cual, afortunadamente, Estados Unidos sigue creciendo y acumulando déficit externos), es evidente que el mundo no tiene mucho más que la inteligencia de sus líderes y el Fondo Monetario Internacional. Una organización cuya estructura y experiencia son invaluables y cuyos hombres y políticas son expresión de lastres ideológicos que impiden reconocer lo obvio, que globalización y regulación o van juntas o la primera produce una demanda de orden que no puede satisfacer espontáneamente.