José Steinsleger
Bienvenidos al manicomio
Nada más enredado que aventurarse a explicar por qué las bolsas de valores suben, caen, entran en crisis, causan devaluación y producen expectativa o zozobra. Pero en la familia, el trabajo, el café, la tienda, la gente pregunta en qué les afecta ``eso de la bolsa''. Como lo probable es que al desconocimiento se sume cierta visión escéptica del mundo, el periodista concluirá que dudosamente alguien pueda explicar el asunto. Quizá el experto desinteresado, acompañado de algún psiquiatra bueno para decodificar la esquizofrenia contable de alto vuelo. De lo que he tratado de entender queda una sensación aceda, la sensación de que quien asegure ver claro qué pasa en el mundo financiero está clínicamente loco. Todos estamos un poco locos. Pero tratemos de encontrar matices racionales al asunto y veremos, a modo de consuelo, que hay otros muchísimos más locos.
Cuando las cosas se recalientan, el espectáculo de los agentes de la Bolsa es inquietante. Véalos en los dos círculos concéntricos de atriles, negociando a viva voz para comprar barato y vender caro y para enriquecer a sus clientes que los observan poco más allá, siguiendo con atención los parpadeos del mural electrónico que preside la evolución de los indicadores ``Cetes'', ``Nikkei'', ``Dow Jones'': ``¡Tomo mil a quinientos setenta! ¿A qué limite estás! ¡¿Qué haces con Yacimientos?! ¡Oye, a cómo está eso! ¡Ponme a comprar! ¡Tomo Promociones! ¡Tú ponle papel! ¡Yo tomo Elena!'' El cuadro sería risible si no fuera porque estos aullidos manejan al mundo, jugando en la rueda de la fortuna nuestros fondos de pensión y de retiro, nuestra salud, educación, ilusiones y anhelos de prosperidad.
La dinámica de las bolsas de valores tipifica la conducta del loco: la racionalidad prestablecida, que se identifica con lo real. Se trata de una poderosa y sofisticada maquinaria que no duerme, que no descansa y que impone maniobras bruscas de última hora, continuamente engrasada por las órdenes de compraventa cursadas por inversionistas procedentes de todo el mundo y que inyectan en el sistema cantidades ingentes de dinero con la intención de obtener beneficios. Vale la redundancia decir que el vértigo de estas operaciones es minuto a minuto más y más vertiginoso. Vértigo que promete serlo mucho más porque todas las grandes bolsas mundiales se han puesto a competir por atraer la mayor cantidad posible de compañías extranjeras, no dudando en modificar para ello sus respectivas regulaciones.
Actualmente las bolsas están en ``crisis'' porque salvo Singapur (que no es un país sino la Meca de la dictadura financiera global), los países del sureste asiático han empezado a exigir del crecimiento económico derechos que garanticen el desarrollo social. Y porque en otras partes, como en Rusia, el gobierno de Yeltsin no recibe ayuda de Occidente por su incapacidad para controlar la voracidad de las nueve mil bandas de mafiosos que dominan su economía.
Entre los grandes mitos financieros destaca el que busca aislar lo económico de lo político. Por eso, cuando las bolsas suben o bajan en las demás se compra o se vende por el temor a no haberse enterado todavía de algo que está pasando o puede pasar. Por ejemplo, que los pueblos pregunten con fuerza cuántos puestos de trabajo crean en la bolsa quienes se enriquecen con nuestras aportaciones o preguntar por qué si sacar dinero al extranjero ayer era delito hoy es legal y procedente.
En consecuencia, cuando el olfato de los grandes inversionistas de la bolsa les dice que algo se está pudriendo irreversiblemente, tratan de ser más veloces para hacer algo sin saber de qué se trata. Y a este delirio del cual pende de un hilo la vida de la humanidad los ``expertos'' le han puesto nombre significativo: ``razones psicológicas''.
Característica fundamental de los especuladores de la bolsa: decir que están cuerdos. Identi-kit idiomático: ``el mercado somos todos'', lema favorito de Milton Friedman, gurú pionero de esta locura del capitalismo mundializado que hace 150 años pronosticó Marx: ``...espoleado por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes'' (Manifiesto Comunista, 1848).
Pero si entonces la burguesía viajaba en ferrocarril o administraba vía telégrafo el mundo colonial, hoy le basta digitar computadoras. Así, en segundos pueden destruir a las ``economías emergentes'' (o sea las nuestras) o bien ordenar el disparo de misiles sobre blancos civiles quizá no tan ``fundamentalistas'' como para ignorar quiénes son los auténticos terroristas del moderno Armagedón.