La Jornada jueves 3 de septiembre de 1998

Astillero Ť Julio Hernández López

Conviene reflexionar, en una segunda lectura, en algunos de los puntos expuestos por el presidente Ernesto Zedillo en el mensaje de su cuarto Informe de gobierno.

Destaca, por ejemplo, su convicción de que México vive ya, plenamente, sin dudas, en la democracia. Y la confesión cruda del incumplimiento del Estado de sus responsabilidades esenciales en materia de seguridad pública y de procuración e impartición de justicia. Y el cuidadoso posicionamiento en favor de la continuidad tecnocrática en la Presidencia de la República en el 2000.

``México vive ya en la democracia''...

Sin matices ni condiciones, como un hecho consumado e irreversible, el presidente Zedillo considera que ``la democracia en México se vive ya auténtica y activamente en los órganos de representación y decisión, en las plazas públicas, en las organizaciones políticas y sociales, en los medios de comunicación; sobre todo, en la conciencia y en la actitud de los ciudadanos''.

Podría pensarse, a la luz de lo dicho en el cuarto Informe (que esencialmente fue un recuento de infortunios, retrasos, insuficiencias y fallas), que el único punto totalmente positivo del gobierno zedillista (acaso aquel con el que le gustaría ser recordado en la historia) sería el de la implantación integral de la democracia como forma de vida de los mexicanos.

Por desgracia, la realidad cotidiana niega la contundencia del juicio presidencial. No hay democracia plena en México, sino un difícil, accidentado y siempre en peligro proceso de transición hacia la democracia en el que él, el Presidente de la República, ha hecho aportaciones valiosas y sustanciales, que deben serle acreditadas y reconocidas sin mezquindades. Pero de ello a tratar de clasificar como imperio de la democracia lo que hoy se vive en el país, hay un trecho enorme por recorrer.

Ernesto Zedillo, justo es decirlo, ha hecho un esfuerzo importante para no ejercer las funciones políticas y electorales tradicionalmente asignadas al Presidente de la República. Zigzagueante, indeciso, contradictorio, pasó de la ``sana distancia'' con el PRI al broderismo con Humberto Roque y a la imposición en Los Pinos de Mariano Palacios como nuevo dirigente del tricolor. En las elecciones constitucionales ha habido una fuerte voluntad política presidencial en contra de la aparición de los mecanismos tradicionales de defraudación electoral.

Pero, por desgracia, las determinaciones del Presidente de la República no han sido suficientes para modificar de verdad el sistema político mexicano. Los espacios que Zedillo ha dejado libres han sido ocupados inmediatamente por fuerzas locales y nacionales, que hacen por su lado lo que el Presidente se niega o no desea.

Así, en todo el país se vive hoy una peligrosa feudalización priísta (entendiendo al PRI como el aparato histórico de dominación política, que aun cuando hoy esté en decadencia sigue manteniendo los hilos sustanciales del poder nacional), en la que las fuerzas reales aplican sus criterios por encima de las buenas voluntades e intenciones presidenciales.

Por lo demás, los niveles de competencia política siguen siendo terriblemente inequitativos. Véanse los experimentos de democracia interna que se han dado en el PRI, donde los gobernadores o los grupos hegemónicos han volcado carretadas de dinero (pesos que antes eran dólares, en muchos casos) para sacar adelante a sus favoritos.

Y, frente a los partidos opositores, persiste el uso de los recursos públicos: tanto el dinero tomado directamente de las tesorerías como las obras y servicios utilizados como mecanismos de promoción del voto priísta.

¿México vive ya en la democracia? Desde luego que no. Vive, sí, en un proceso esperanzador de cambio que, al mismo tiempo es difícil e incierto. Frente al tenue palpitar de la democracia naciente está la terrible realidad de la depredación jurásica (Bartlett y Madrazo al acecho, para no ir más lejos), de los enormes intereses económicos (el hankismo, como mero ejemplo) y de la creciente fragilidad del Estado mexicano que, así, incuba gérmenes de estallidos nada democráticos.

¿Qué puede reclamar un Estado desobligado?

Es tanta la desazón que impera en el país que aun las confesiones más descarnadas son dejadas pasar ya sin escándalo. Así, en ese marco propicio para las revelaciones estremecedoras, el jefe del Estado mexicano declara con todas sus letras que se ha fallado en el cumplimiento de una obligación básica como es la de proporcionar a los ciudadanos seguridad pública y justicia.

``Con toda honestidad, señoras y señores, debemos admitir que en la seguridad pública, los tres poderes de la Unión, y los tres órdenes de gobierno, le hemos fallado a la ciudadanía''.

Vivimos, agregó el presidente Zedillo, ``las consecuencias de leyes permisivas y reformas insuficientes; de años de negligencia, imprevisión y corrupción en las instituciones encargadas de procurar justicia; de la aplicación de penas que, en vez de castigar a los delincuentes, propician su impunidad y con ella su reincidencia''.

Así de sencillo. El presidente de la República, los senadores, los diputados federales, la administración pública federal, los gobernadores y sus gabinetes, los presidentes municipales, todos han fallado en darle seguridad pública a los mexicanos. Leyes mal hechas, raterías y transas de agentes del Ministerio Público y procuradores, insensatez e ineficacia de jueces y magistrados. Eso es lo que está confesando el titular del Poder Ejecutivo Federal. Y ante ello, ¿qué procedería? ¿la desaparición de poderes? ¿las renuncias? ¿el castigo para los culpables?

No. Las confesiones son simplemente el contexto de presentación para la convocatoria a una magna Cruzada Nacional contra el Crimen y la Delincuencia. Los millones de agraviados por ese sistema que no cumple con sus obligaciones sustanciales pueden estar satisfechos pues, próximamente, en los dos últimos años de un gobierno que ya gastó cuatro en lo que ahora denuncia, se harán los correctivos necesarios. Hay que tener optimismo. ``En 1998 -anunció el presidente Zedillo con tono esperanzador- el gobierno federal estará invirtiendo en seguridad pública doce veces más que hace dos años''. Es decir, el tapar un pozo cuesta doce veces más que haberlo hecho dos años atrás, cuando el niño comenzaba a asomarse al abismo.

¿Sólo un experto en economía podría ser candidato priísta para el 2000?

Es difícil encontrar pistas políticas firmes en un texto tan plano como el leído la noche del martes 1o. en San Lázaro. Omiso en tantos temas de primerísimo nivel, podría ser fantasioso pretender encontrar indicios futuristas en algunos párrafos menores.

Sin embargo, es llamativo el contexto en el que el presidente Zedillo trazó sus dos objetivos principales para los dos años de mandato que le restan por ejercer: uno, mejorar el crecimiento económico, y otro, que ese crecimiento le cree al próximo Presidente de la República ``las condiciones más propicias para el inicio y desarrollo de su mandato''.

Una primera lectura pareciese mostrar a un Presidente en ansiosa busca de la puerta de salida, para entregarle la estafeta al sucesor sin mayor tardanza.

Pero también es posible leer en ese párrafo, y en el contexto discursivo en el que se le insertó (el de la explicación de las difíciles circunstancias económicas actuales y por venir), la cuidadosa definición presidencial de que su relevo deberá ser alguien que aprecie los esfuerzos hechos actualmente y que esté dispuesto a darles continuidad.

El esforzarse en despejar el camino al venidero podría no ser un acto de generosidad suprema, sino el empeño de que un economista, un experto en finanzas, sea el próximo (otro) gerente de la República.

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