La petición formulada ayer por el Congreso de la Unión al presidente Ernesto Zedillo para que el gobierno mexicano exprese de forma enérgica su rechazo a la construcción de un confinamiento de desechos radioactivos en Sierra Blanca --localidad texana situada a sólo 25 kilómetros de la frontera con México y a 50 kilómetros de Ciudad Juárez y de El Paso-- es una acción justificada y vehemente que, por un lado, recoge la preocupación tanto de los legisladores como de la sociedad en general ante los elevados riesgos sanitarios y ambientales inherentes al establecimiento de ese basurero nuclear y, por el otro, alerta sobre la posible vulneración, por parte del gobierno estadunidense, de los convenios internacionales en materia de protección del ambiente.
La aprobación del Senado de Estados Unidos al envío de desperdicios radioactivos a Sierra Blanca contraviene los acuerdos de La Paz, firmados en 1983 por los mandatarios de ambos países, en los que se establece que no podrán instalarse depósitos de materiales peligrosos a menos de 100 kilómetros de la línea fronteriza. Además, la resolución de los senadores estadunidenses se coloca a contrapelo de la posición de congresistas texanos y de numerosos organismos civiles, tanto mexicanos como estadunidenses, los cuales han señalado reiteradamente los posibles daños a la salud, los ecosistemas y la agricultura que podrían producirse si se instala un depósito de desechos nucleares en una zona sísmica cercana a los mantos freáticos de los que se abastecen los habitantes de la región.
Para México, aceptar el almacenamiento de residuos radiactivos --provenientes de industrias y centros de investigación estadunidenses-- en la frontera común significaría asumir un riesgo que no le corresponde, y tolerar el atropello de los tratados internacionales vigentes y de las reglas elementales de convivencia, respeto y cooperación que deben prevalecer en las relaciones entre los países.
Debe señalarse que la resolución del Senado de Estados Unidos pone de manifiesto, como sucedió con el operativo Casablanca, la inaceptable renuencia de importantes sectores políticos de Washington a acatar los acuerdos de cooperación bilateral, así como la actitud prepotente con la que algunos congresistas del vecino país pretenden imponer una medida a la que se oponen no sólo los habitantes de Ciudad Juárez, sino también la mayoría de la población de El Paso.
El gobierno mexicano tiene la obligación de atender el llamado de los legisladores y exigir a su contraparte estadunidense, por todas las vías legales y diplomáticas, la cancelación definitiva del proyecto de Sierra Blanca y el estricto cumplimiento de la normatividad y los convenios suscritos por ambas naciones, en el entendido de que en este diferendo está en juego la seguridad de los habitantes de una amplia franja del norte del país.