También hay un 68 católico progresista cargado de nostalgia. Nos referimos a la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrado en Medellín, Colombia, entre agosto y septiembre de 1968. Esta reunión es hija directa del Concilio Vaticano; si bien no fue tan avanzada como se le presenta muchas veces, en cambio simboliza cambios importantes de la Iglesia en el continente, especialmente sobre su papel y función social de los católicos.
Si con el segundo Concilio Vaticano la Iglesia se abre en Europa a la realidad moderna, a los milagros económicos de la posguerra y a la sociedad secular, en América Latina en cambio con la Conferencia de Medellín, la Iglesia se confronta con la cara del atraso y la tensión que en el continente cobra ese mismo mundo moderno e industrial.
También resurgieron polémicas que tenían pasado pero que a partir del Concilio se agudizaron. Bajo las antiguas etiquetas de ``progresistas'' y ``conservadores'', aparecen las de ``preconciliares'', ``conciliares'' y ``posconciliares''. Medellín incorpora a los liberacionistas y una teología comprometida con los pobres. Cada una no podía comprenderse sino en oposición crítica de las otras.
Se manifestaron síntomas claros que la vivencia de la fe y la práctica religiosa, a partir del Concilio y de Medellín, pasaban por una convulsión que afectaba a todas las visiones y prácticas pastorales. La segunda Conferencia General se situaba en el corazón de dos procesos, tanto la crisis del desarrollismo como la de las democracias cristianas por una parte, y por otra la radicalización política que vive la convulsionada región. La asamblea de obispos de Medellín será no sólo el evento más importante de la Iglesia en esta década, sino que trascenderá en el futuro, por las conclusiones y principalmente las interpretaciones que de hecho marcarán el perfil de la Iglesia en el continente.
Para empezar, Medellín trajo por primera vez al Papa. Paulo VI, primero en pisar tierra americana, en su discurso de Medellín, afirmó que la Iglesia no podía solidarizarse con estructuras sociales que favorecían la opresión, pero al mismo tiempo hizo un dramático llamado a terminar con todo tipo de violencia, incluso si ésta era fruto de la ``impaciencia del pueblo''. El pontífice se inclinaba por las reformas y la gradualidad, sabía muy bien que llegaba a un continente convulsionado por tensiones acumuladas y muchas expectativas frustradas; con visión invitó a los pastores latinoamericanos a realizar un ``esfuerzo de inteligencia'' y orientar a la Iglesia latinoamericana a insertarse con mayor determinación en las realidades sociales.
Cuando se habla de Medellín, de inmediato surgen las figuras de obispos visionarios y de recia personalidad como Manuel Larraín, Chile; Juan Landázuri, Perú; Hélder Cámara, Brasil; Lenonidas Proaño, Ecuador; Marcos Mcgrath, Panamá, y tantos otros obispos latinoamericanistas que supieron negociar con Roma un perfil de Iglesia propio y con un sello pastoral específico. Y construyeron un Celam que dinamizó con efectividad a los episcopados nacionales. Medellín inspiró significativas renovaciones pastorales, algunas no siempre felices; también creó una atmósfera de libertad para pensar, expresar y arriesgar teológicamente las experiencias pastorales insertas en realidades conflictivas.
La novedad más importante será la opción por los pobres, y se propuso como línea pastoral para defender el mandato evangélico según el ``... derecho de los pobres y de los oprimidos... a alentar y favorecer todos los esfuerzos del pueblo por crear y desarrollar sus propias organizaciones de base en búsqueda de una verdadera justicia''. Además de la Teología de la Liberación y de las Comunidades Eclesiales de Base, otro importante fruto de aquellos años es el clima creado en la lucha por la justicia; hay que recordar la cadena de golpes, dictaduras militares y de represión en que la Iglesia y la jerarquía católica se enfrentaron con valentía y jugaron un papel determinante en la defensa de los derechos humanos.
A treinta años de distancia, los actores han cambiado, así como la atmósfera político eclesial. En la década de los ochenta se inicia un proceso gradual de democratización y las Iglesias perdieron centralidad social. La presencia del largo pontificado de 20 años de Juan Pablo II determina el regreso a la ortodoxia y a la disciplina. Los obispos latinoamericanos de la era wojtyliana son opacos y obedientes, si bien cuestionan los fundamentos éticos de las sociedades modernas y el carácter inmoral de la deuda pública externa, sin embargo han dejado de ser latinoamericanistas y ahora hablan de América, dejando atrás viejas polémicas en torno al hispano e iberoamericanismo contra el panamericanismo, porque ahora están plegados a la visión catoglobalista de Roma; el Celam por tanto es un remedo sombrío de lo que representó en décadas pasadas.
No todo está perdido, queda la nostalgia de los viejos y las Iglesias expresan el termómetro de una región golpeada y castigada que espera días mejores de nuevos esplendores como aquéllos del 68.