Sergio RamírezM
El caudillo en el fondo del espejo

No pocas veces, hablando con amigos europeos, he descubierto su perplejidad ante el hecho de que en América Latina la relección presidencial sea tan mal vista, y que se luche contra ella tan a pecho. Y pronto vienen los ejemplos de las largas permanencias en el poder, como fruto de sucesivas relecciones, sin mengua del sistema democrático, de Helmut Kohl, en Alemania, y de Felipe González, en España, para no mencionar sino dos de los más recientes.

Yo señalo siempre a mis amigos las hondas diferencias de nuestro sistema presidencialista con los sistemas parlamentarios europeos, donde los balances y contrabalances del poder son aceptados por todos, y cuando alguien quiere avasallarlos la crisis no se hace esperar un instante, porque lo primero que se busca resguardar es el sistema y no a las personas que ocupan los cargos.

Aunque bien podría comenzar por señalarles a esos amigos que también Francisco Franco estuvo en el poder largos años, y que es precisamente de eso lo que se trata en América Latina, evitar que resurja el caudillismo bajo cualquiera de sus disfraces, sobre todo porque en este fin de siglo suele asumir un variado repertorio de disfraces, y aun de los más modernos.

Pero hay aún otro alegato que se escurre entre ese lenguaje cifrado con el que se edulcoran los programas de ajuste financiero, y es el de que los gobiernos fuertes ¾y un gobierno que tiene por cabeza a la misma persona se define como fuerte por su propia naturaleza¾ son los únicos capaces de crear los milagros de crecimiento económico; y aunque sea en voz baja vergonzante, estos alegatos recurren al ejemplo del milagro Pinochet.

A mí me gusta, en este caso, responder que quienes hablan del milagro Pinochet (un solo hombre, una sólida economía) se olvidan de que a lo largo de esta década son gobiernos de presidentes civiles, que no osan relegirse (distintos hombres una sólida economía), los que en el mismo Chile han hecho posible una economía que no ha dejado de inspirar confianza, y de crecer.

Pero todavía quedaba otro alegato: los tigres asiáticos, con gobiernos de hombres fuertes a la cabeza (y eso de strongman fue muy del trópico bajo la guerra fría) habían llevado adelante milagros esplendorosos de crecimiento. Digo quedaba, porque la implacable realidad ha venido a demostrar que se trataba de tigres de puro papel de arroz, como se vio en la penúltima crisis financiera mundial; y costó no menos de 100 mil millones de dólares a Japón, Estados Unidos y al FMI remendar su frágil armazón.

Despejadas estas diferencias claves, debo fundar mi alegato en contra del continuismo presidencial en los males de nuestra cultura política, en la que la relección aparece como un vicio reiterado, que busca cómo sobrevivir a los tiempos, y presentarse siempre como una rémora terca en desaparecer, ya cuando parece que ha sido enterrada, un virus recurrente que puede atacar aun a alguien como el presidente Fernando Henrique Cardoso, de Brasil.

Ahora tenemos presidentes civiles en todas partes, lo que es ya una ventaja consolidada. Pero cuando a alguno de esos presidentes le va bien, o les hacen creer que le va bien, de inmediato le comienzan a soplar en el oído que sin su permanencia en el poder todo lo conquistado va a perderse, y que por tanto es necesario hacer de nuevo lo de siempre, reformar la Constitución Política que por lo general, con insólita terquedad, prohíbe la relección.

Estas maniobras terminan por quitar credibilidad al sistema, y debilitarlo; el viejo expediente repite que la habilidad para gobernar es el arte de una sola persona, y que prescindir de esa persona es entregarse al abismo. Una falsía que ha querido crear el mito de los imprescindibles, a costillas de la modernidad política; y que el abismo que al fin termina abriendo no pocas veces, es el de la corrupción, porque el continuismo viene a ser, para quienes lo favorecen, una patente de corso.

El presidente Menem, de Argentina, no se conformó con una relección, reformada la Constitución, y quería reformarla otra vez, con malas artes, para quedarse un tercer periodo. Un ex presidente tan civilista como Raúl Alfonsín tuvo que decir que si se violentaba la Constitución para dar paso a esa relección, estaba dispuesto a tomar las armas, lo cual revela el dramatismo de mi alegato.

En Perú, 2 millones de firmas demandaron un plebiscito para que fueran los electores quienes decidieran sobre una reforma constitucional que le permitirá a Alberto Fujimori presentarse como candidato por tercera vez. La aplanadora en el Congreso negó el plebiscito. En Panamá, por el contrario, el presidente Ernesto Pérez Balladares se sometió a la consulta popular, lo cual habla muy bien de él; perdió abrumadoramente el plebiscito y no podrá presentarse a una segunda relección.

En Nicaragua, la Constitución cierra ahora las puertas a la relección presidencial, a la sucesión familiar en la presidencia y al parentesco cercano entre el presidente de la república y el jefe del ejército. Estos tres principios de sanidad política, por los que los nicaragüenses han luchado siempre, están ahora en cuestión, y pueden caer abatidos si un pacto político entre el Partido Liberal en el gobierno, y el FSLN en la oposición, facilitan una reforma constitucional para repartirse cuotas de poder, como tantas otras veces en la historia. Pero las encuestas dicen que 60 por ciento de los ciudadanos no quiere la relección del presidente Alemán.

A pesar de las lecciones amargas que el caudillismo ha dejado siempre, la insistencia en quedarse, no parece amainar. El caudillo, aunque ahora no venga de los cuarteles sino de las escuelas de negocios, se cree siempre insustituible, y allí está la raíz del mal. El desarrollo económico no se entiende todavía como el fruto de la concertación a largo plazo, de la estabilidad conseguida con el respeto a las instituciones, y de la continuidad y de la coherencia de los programas de desarrollo, independientemente de quien gobierne, sino de la habilidad insustituible del hombre fuerte, que no es más que un reflejo engañoso en el fondo del mismo viejo espejo. Pero los predestinados siempre volverán a fracasar y a arrastrar a los países en su fracaso. Tenemos casi dos siglos de saberlo.