``El deber de la ley es mantener el orden social, no controlar la vida privada de las personas''. Este postulado formaba parte del Informe Wolfenden, publicado en 1957 en Inglaterra, el cual condujo, luego de acalorados debates, a la despenalización de la homosexualidad en 1960. Ese mismo año se exhibieron dos cintas inglesas sobre Oscar Wilde, que fueron ilustración pertinente de los alcances del desprecio social de épocas pasadas contra la disidencia erótica. El notable actor Robert Morley interpretó al autor de El abanico de Lady Windermere en Oscar Wilde, de Gregory Ratoff, llevando a la pantalla un papel que había popularizado ya en los escenarios londinenses, y pocos meses después, el actor Peter Finch ofrecía una estupenda caracterización del dramaturgo en The trials of Oscar Wilde (titulada aquí y en Estados Unidos, El hombre del clavel verde). Su realizador era Ken Hughes, quien luego se ``distinguiría'' con películas como Sexteto y Chitty Chitty Bang Bang. Otras películas han abordado la obra de Wilde (El retrato de Dorian Grey, Albert Lewin, 1945; La importancia de llamarse Ernesto, de Anthony Asquith, de 1952, e incluso una producción angloitaliana con Helmut Berger en el papel de un Dorian Grey actualizado, malévolo dandy swinger en la bohemia londinense de los sesenta.
A la figura de Wilde la han interpretado excelentes actores, pero jamás ha contado con un director de primera línea. Treinta y siete años después de aquellas cintas de Ratoff y Hughes, el realizador Brian Gilbert acomete una nueva revisión de la vida del autor de Salomé, con la excelente biografía de Richard Ellmann como punto de partida. Una vez más, el actor que encarna a Wilde es la distinción mayor de la cinta. El escritor y comediante Stephen Fry tiene un gran parecido físico con el dramaturgo y expresa con elocuencia muchas de las cualidades comúnmente asociadas con Wilde: encanto, lucidez y un formidable ingenio en la conversación. Sólo un actor muy talentoso puede salir airoso de las situaciones un tanto forzadas que prodiga el guión de Julian Mitchell. La cinta inicia en Estados Unidos, durante la gira literaria que realizó Wilde por ese país en 1882, donde al parecer habría respondido a la pregunta de los burócratas de inmigración: ``¿Tiene algo que declarar?'' con una frase tajante y escueta: ``Unicamente mi talento''. Gilbert muestra a Wilde frente a un grupo de jóvenes mineros de Colorado, extasiado ante su apostura física, extasiándolos él a su vez con su charla. Wilde en un escenario de western; el exquisito artista inglés rodeado del séquito de admiradores más inesperado. Así comienza el retrato del dandy superestrella, favorito de los teatros londinenses, el hombre a quien su talento extraordinario y su gusto por la provocación, entendida como artificio y entretenimiento social, le protegió durante cierto tiempo de los rigores de una sociedad victoriana que condenaba penalmente la sodomía. Hasta el momento en que el padre de su joven amante Lord Alfred Douglas, ``Bosie'' (Jude Law, Gattaca), lo acusa de ``posar como sodomita'', y Wilde decide, infortunadamente, demandarlo por difamación.
El director Brian Gilbert evita las largas escenas en los tribunales, con las confrontaciones entre el fiscal y los prostitutos que el escritor llegó a frecuentar, y se concentra en describir la increíble confianza con que Wilde pensaba salir bien librado del escándalo, la ingenuidad con que llegó a creer que su talento le protegería contra la mezquindad de la moral victoriana. Una de sus frases más famosas, ``La maldad es un mito que la gente utiliza para explicarse el extraño atractivo de los demás'', se vuelve más irónica todavía al aplicarse a la propia vida del escritor, a su relación con Bosie, el amante egoísta, a su manera de perder los favores y comprensión de la sociedad que tanto lo adulaba. Gilbert señala el itinerario de esta caída, pero en lugar de explorar la complejidad del personaje, sus contradicciones, los alcances de su ego, la hipocresía de su entorno social, y el estado de ánimo que lo llevó a escribir en la cárcel la célebre carta a Bosie llamada De profundis (traducida al español por José Emilio Pacheco), lo que construye poco a poco es una extraña figura heroica, una suerte de mártir moral para liberales bienpensantes, con escenas ``fuertes'' destinadas a sacudir al espectador con un lenguaje sexual explícito, impensable en las cintas sobre Wilde hace casi cuarenta años.
Pero precisamente a finales de los noventa, cuando en Inglaterra los espacios de tolerancia conquistados por las minorías sexuales son mucho mayores que en los sesenta, no tiene sentido insistir en ese tipo de aproximaciones apologéticas y sensacionalistas a la vida de Oscar Wilde, en definitiva más propias de una teleserie interesada en audacias rentables. El cine inglés contemporáneo, el de Derek Jarman o el de John Maybury (El amor es el diablo) ofrecen en temas similares una visión menos candorosa y banalizadora, mucho más subversiva. En todo caso más oscura. Wilde había ya señalado: ``Sólo los grandes maestros de estilo consiguen ser indescifrables''.