La Jornada Semanal,6 de septiembre de 1998



Nicole Brossard

Tendones, párrafos y algara-vía láctea

Nicole Brossard es la autora ``posmodernista'' más importante de la literatura canadiense contemporánea. De su vasta obra han sido traducidos al español El desierto malva (novela), Instalaciones (poesía) y Barroco al alba (novela). Los textos que ahora publicamos son prueba de la originalidad y el misterio que esconden sus escritos, cuyo asunto no es nunca relatar sino buscar ``la materia cristalina que está en el centro de las palabras''.

Apenas desfasada de la realidad, la vida nos toma por sorpresa en su enorme relato. Hablar de vivir no tiene poca importancia y si respiro en medio de los signos es porque estoy físicamente acostumbrada a la existencia.

Todo estaba al alcance de los ojos, el otoño, el siglo y el relato. Sólo faltaba la verdad. En ese día de otoño todo era realmente demasiado hermoso. No negaré que, al avanzar en la aventura de los ojos, ya sabía que había una vez una mujer de quien yo quería hablar y que ella avanzaría indistintamente en mi mirada y en la vida cotidiana. Así, yo podría explorar su deseo como tantas veces había escuchado el mío caminando por mi ciudad natal, deteniéndome aquí y allá en los cafés, en un párrafo, en los parques y las librerías donde cada vez los libros despertaban en mí un deseo abrumador de conocer e imaginar todo simultáneamente: el movimiento de los astros, mi cuerpo y el estado fijo, el estado borroso de la condición humana.

El mundo que nos rodea es abstracto, extraído de los ojos precisos que lo han mirado en el tiempo lento que es el pensamiento reflexivo. Estábamos en octubre, ella y yo. Yo acababa de percibirla en la multitud que esperaba el principio del espectáculo. Desde hacía dos semanas La vida de Galileo tenía sala llena. ``Sin embargo, en este momento se fue a otro rodaje'', dijo una joven al pasar frente a mí y luego deletreó el difícil apellido de una actriz que yo creía había muerto el año pasado. La muerte es una referencia. Importa saber que la muerte es redonda en el centro del saber.

Estábamos en octubre pero es evidente que en esta etapa no puedo sobrecargarme con todo lo que vi, el vestuario, el telescopio, la vía láctea, el gran Inquisidor. En esta etapa del otoño sólo puedo aventurarme a hablar minuciosamente en el fasto de los colores de la razón por la que escribo esta historia, esperando no cometer el error de confundir lo que en mí cuestiona la realidad y lo que en ella se maravilla de la belleza sencilla del día. Pero confieso que relatar no es mi asunto, aunque todo relato nos intriga, capaz de una buena caza en la lengua, pero demasiado rápido para atiborrar la imaginación en orden cronológico del deseo en nuestras vidas. Relatar no es mi asunto, pero, en este principio de octubre, hay otra manera de acercarnos esta mujer y yo, alguna otra manera de ver el tiempo informado por la emoción, al acecho de los grandes símbolos, en la fina punta de la energía.

En medio de las palabras, al mirar a esta mujer, permanezco discreta y sin embargo tengo las manos llenas de un saber tal que podría dejar flotar una duda sobre mis intenciones, incluso sobre el hecho de que esta mujer y yo estuviéramos realmente en la misma multitud unos instantes antes de que Galileo Galilei descubriera sus ``astros medicianos''. Permanezco discreta y, sin embargo, delego a esta mujer un poder enorme, el de entrar en mi vida con su cortejo de valores, de maneras y de sueños. Es cierto que esto me permitió pensar que se parece a mí; por lo menos, se parece a lo que en mí habla indirectamente de una figura esencial, modulando lo que soy, lo que pienso y deliro desde dentro como una identidad, una doble. Si esta mujer fuese lo contrario de lo que soy, también habría que tenerle confianza, porque ilustraría por un desvío lo que tiene sentido en mí. Por el momento, permanezco discreta y me contento con mirarla entre la multitud. De esta mujer diré solamente que su cuerpo es espacioso y sus labios contemporáneos. Uso aquí la palabra contemporáneos porque es una palabra que me recuerda la manera que tienen las frases en prosa de dejarse contemplar al igual que las épocas cuando sujeto/sujeto podemos hacer síntesis de la tradición, del presente, e interponer un recurso de apelación en el futuro a nombre de la creatividad y la lucidez. Así, esta mujer que miro para escuchar mi propio deseo me incita al más alto punto, a considerar contemporánea a una mujer que tendría sentido en la triple dimensión de lo real, lo imaginario y lo simbólico.

Un personaje se convierte en tal, se introduce en nuestros ojos soñadores y simultáneamente cotidianos, se nutre con nuestras vidas anterior y futura, siempre y cuando uno lo ponga a la prueba de traducir raptus, lapsus, continuum, y de aclarar nuestras intenciones en medio de los referentes. De pie entre la multitud, me empeño en observar a esta mujer. Un hombre me da un empujón. Ahora la mujer hojea distraídamente el programa de la velada. Tengo la sensación de leer con ella, la impresión de que se va a detener más largamente sobre lo que está escrito a propósito de Brecht y de su teatro. No, voltea hacía mí. Permanezco discreta y finjo no darme cuenta de que aparta con los labios lenta pero fácilmente la fina capa de realidad que nos separa. Capa frágil pero opaca. Ahora, porque bastan unos segundos, debe haber entrado al reino de los estratos. Su respiración se hace más rápida, más abstracta a pesar de algunos detalles, tal como los hombros, el cuello, sus venas abultadas. Cierra por un instante los ojos, se esfuerza sin duda ya en el vasto campo de lo imaginario entre las capas de mentiras y de frío, odio estratificado de las voces misóginas, erecciones de desdichas coaguladas en el tiempo y las palabras. Cuando vuelve a abrir los ojos, me hago aún más discreta frente a su fatiga repentina como una prueba en sus ojos de que uno no atraviesa impunemente el reino de los estratos; pero ya en su mirada oh tal intención que ya su boca quiere, quisiera ya conocer e imaginar simultáneamente la vida de toda mujer, el estado borroso, el estado nuevo del deseo.

Escribir en femenino supone temblar. Escribir más allá exige que otra mujer junto a nosotros, en nosotros lo desee/o. Las luces parpadean. La multitud se desplaza, lineal, lentamente. A pesar del movimiento, a pesar de la oscuridad, a pesar de la iluminación que traga al tiempo, esta mujer todavía mira hacia mí. Fracción de segundo, fracción de luz, la frente, el mentón, los ojos de esta mujer muestran sucesivamente signos ancestrales de terror y del placer paralelo. El pensamiento hace su selección. Permanezco discreta. Escucho el ruido enloquecedor de la tempestad de significados que se desencadena en ella. Escucho el sonido que hacen las palabras cuando chocan entre sí, crujen como los glaciares de mi país natal; escucho el ruido de las palabras cuando se lamen lengua contra lengua, lengüetean la memoria, cuando tiemblan en el follaje de los pensamientos. Me muevo un poco porque sé que todo anda a toda vida en la cabeza de esta mujer, en su cuerpo que nada me impide pensar está quemando los lugares comunes que se interponen entre nosotros. Y, en efecto, se queman, porque al desplazarme ligeramente, y ella, habiéndose acercado a las palabras, resulta de ahí una doble postura que favorece tal lucidez que las palabras que tantas veces habían hecho girar con su sombra el ojo de los hombres, esas mismas palabras, podíamos palparlas bajo todas sus facetas, darles relieve a nuestro favor, encender en ellas grandes incendios de donde salíamos vivas, protegidas por la postura que habíamos adoptado en ese teatro.

Ahora que todo era realmente demasiado hermoso, que estábamos en octubre y que yo quería hablar de ella, estoy ante la doble tarea de terminar esta frase y proseguir mi relato allí donde lo dejé en el espacio lleno de humo del Teatro del Nuevo Mundo. Sin embargo, no es esa mi intención. Sí, lo confieso, relatar no es mi asunto porque en el corazón de las palabras está la materia cristalina, inseparable del ser que no tolera detalles como los que uno encuentra en la vida, por ejemplo el clima que hace en Montreal este 17 de octubre de 1989, o también el nombre de esa actriz que murió el año pasado de un cáncer en el seno, o también esos detalles, umbral, borde de vestido y de aura, que advierto cuando sucede que estoy atenta a los objetos, a la gente apresurada que va gesticulando en el estruendo del verbo ser. De los relatos, de los detalles sobre todo, desconfío. Tienen su propia lógica, una subjetividad a prueba de todo, una infalible manera de multiplicar el yo como otros tantos rostros y emociones. Sé muy bien que son tan peligrosos como la verdad. Sí, al principio uno ama los pronombres, las cicatrices, los colores, los lugares, las fechas y nuestra casa frente al río, sus cabellos sobre la almohada, allá, mira. Al principio, uno aprecia, todos nuestros sentidos alerta, llenos de referencias. Nada merma nuestro placer, nuestra buena voluntad se excita entre los remakes del amor y de la primera infancia. Casi no luchamos. Al principio uno cree controlar todo pero de un detalle al otro uno establece intersecciones, asociaciones, reglas, luego gradualmente pasamos a las imágenes. De imagen en imagen, otros detalles aún imperceptibles que se multiplican nos acosan como una memoria biográfica, y allí, en el momento en que nuestra vulnerabilidad está en su cumbre, fuerzan impunemente nuestra imaginación, la obligan a saltos increíbles en el tiempo y el espacio, la incitan a más detalles todavía en nombre de la realidad, en nombre de la ficción. Luego, una vez que esto se ha logrado, los detalles nos sueltan bruscamente, nos dejan suspendidas entre la ficción y la realidad, de narices en lo inconfesable, lo indecidible y lo indecible. En suma, los detalles nos invaden, nos aíslan, se organizan de manera que la conciencia no deje entrar de la realidad más que las palabras que la inventan, versión clandestina.

Sé todo esto porque hace unos años, cuando en mi isla natal trabajaba en una novela necesaria y ambiciosa y, como mujer, estaba en la obligación de imaginar sobre la tensa cuerda del doble mensaje, la ambivalencia y la paradoja, se me ocurrió dar libre curso a ciertos detalles que en mi vida podían constituir una verdadera gramática del deseo. Esa era, pensé entonces, una ocasión única para investigar discretamente mi propia historia y su carencia en los relatos. Ahora puedo atestiguar que los detalles estimulan en nosotros una atención constante a la verdad y eso es exactamente lo que no tolero. Esta cosa grave, cardinal, que nos obliga a negociar constantemente con la realidad, que espacia lo esencial intocable de nuestras vidas, ese motivo suspendido en el fasto de las lágrimas y la alegría.

Sí, hace algunos años este asunto grave me llegó de un solo detalle, curvo y femenino como utopía, y bastó para que neuronas, tendones, vía láctea, para que loco abrazo, vasta metáfora y hermosa lentitud de la imagen se reunieran en torno a mí, primero al alcance de los ojos, luego demasiado cerca, demasiado cerca, inmiscuyéndose en mi mirada, en esa zona turbia donde, se dice, la realidad y la ficción se confunden un instante para tener sentido antes de retomar su carrera desenfrenada, una en nuestros genes, la otra en las ciudades iluminadas que brotan del método de escribir.

Traducción: Mónica Mansour


Amalia Rivera

Entrevista con Nicole Brossard

Amalia Rivera, editora de La Jornada y colaboradora del Semanal, conversa con la autora de El desierto malva sobre literatura y cuerpo; sobre la transición del mundo de la memoria a la cultura de la velocidad, símbolo y condición de la civilización de fin de siglo.

porque no se puede saber por qué azar, a la vuelta de una frase, su vida habrá cambiado.
Nicole Brossard

Nicole Brossard disfruta todo lo posible del sol, pues en Quebec, donde reside, sólo hay seis meses para tomar ``un remedo de sol'' -según decía el escritor José Luis González al referirse a los países fríos. Así que, para que aproveche hasta el último rayo, la conversación se realiza en el jardín de la casa de Mónica Mansour -intérprete en esta entrevista y traductora de El desierto malva (Ed. Joaquín Mortiz, 1996).

Reconocida como una de las escritoras más influyentes tanto en la literatura y teoría contemporáneas como en el pensamiento feminista, y galardonada (1991) con el importante Premio Athanase-David, Brossard publicó su primer libro de poemas en 1965, y desde entonces ``no ha parado''. Son más de veinte libros entre poemarios, ensayos y novelas. ``Toda mi vida se ha ido en la escritura'', asegura, pero se resiste a aceptar tener una ``carrera literaria'': ``me parece una palabra un poco perversa en relación con la pasión que nutre el proceso de escritura, y porque nunca se sabe si va a gustar nuestro texto; la literatura es un producto constantemente virtual''.

Escribir es para usted como tomar un auto y cruzar el desierto, con toda la intensidad de su personaje Melanie?

-Escribir una novela es entrar en un estado de tensión, de deseo y de trabajo. Cuando escribo poesía me siento muy feliz. El poema es el presente; en cambio, en la novela sabemos cuándo empezamos pero nunca cuándo vamos a acabar; puede llevar dos, tres o cuatro años; es un compromiso muy exigente y no hay que distraerse para nada con el fin de conservar la tensión en el universo que estamos haciendo aparecer. Con frecuencia digo que escribo novelas para negociar preguntas y valores sobre la realidad. El poema está hecho de imágenes y certezas; la novela, de valores que refrendamos y cuestionamos a través de nuestros personajes. Cada personaje, aun los que parecen oponerse a nuestros propios valores, son testigos del cuestionamiento social que planteamos. Por lo tanto, es un ejercicio exigente y difícil, y sólo al final, cuando la novela está terminada, podemos tener la alegría del trabajo terminado, mientras el poema, aunque se trabaje varias veces, nos gratifica de inmediato.

-¿Los personajes femeninos de esta obra son representativos de la mujer actual al romper con el modelo tradicional de familia?

-No necesariamente. Creo que les di una originalidad, una personalidad que las hace diferentes a la mayoría de las mujeres, de la misma manera que cada una de mis novelas es diferente de mis otras novelas, y de las que los lectores suelen encontrar en su camino. Aquí, la adolescente que vive con su madre y con la amante de su madre está llena de energía y va en busca de lo absoluto. No es que yo quisiera mostrarlo, sino que a través de la escritura se mostró la división entre esta joven, que quiere descubrir y explorar el mundo, y la madre que parece más sedentaria, que se ocupa de la casa y el motel; son dos acercamientos distintos a la vida.

-¿Y el hombre largo?

-El hombre largo es un símbolo. Es largo como la historia de la dominación de las mujeres en el sistema patriarcal. No tieneÊcuerpo o muy poco cuerpo porque los hombres se han negado a tener un cuerpo;Êhan concentrado todo su cuerpo en el sexo, y es necesario que aprendan a descubrir su cuerpo. El hombre largo representa también la incapacidad que han tenido para ver en las mujeres a un sujeto. Siempre han visto en la mujer a una madre, a una amante, a una empleada doméstica a su servicio. El hombre largo representaÊtambién la intolerancia de los hombres respecto del amor entre las mujeres.

Y ese hombre largo, intangible, del que habla la autora, aparece en la obra dentro de un folder con fotografías en blanco y negro tomadas por Josée Lambert que forman a su vez un libro-objeto.

-Cada foto estaba prevista, salvo la última, que añadimos porque era muy bella; es más estética que con significado.

Tocan la campana del zaguán. Es el fotógrafo de La Jornada Semanal que viene a retratar a Nicole, quien muerta de risa corre a peinarse, aunque asegura ``no hay mucho que peinar'', pues usa el cabello muy corto. Segundos después, retoma la conversación sobre un tema que le apasiona dada su trayectoria, en la que se destaca como codirectora, junto con Luce Guilbeault, de un documental ya clásico: Algunas feministas americanas (1976).

-Creo que los problemas del feminismo en Estados Unidos y Canadá son los mismos de siempre en todos los países: lograr que nos escuchen. En el movimiento feminista norteamericano ha habido excesos; parece ser que lo que se suele llamar ``políticamente correcto'' es muy molesto; sin embargo, el feminismo ha evolucionado, el de los sesenta y setenta era el entusiasmo y la ira, y hoy se ha hecho más conservador en la medida en que se ocupaÊde la realidad, de hacer leyes, del cabildeo, de crear refugios para mujeres golpeadas; es un feminismo más cercano a la realidad. Pero hay que seguir muy vigilantes para no perder lo ganado. Parece como que siempre nos brincáramos una generación: las madres son feministas, las hijas no; siempre hay una generación que se siente segura y ya no se mueve.

La ``grasa del caldo'' de fin de siglo

La atmósfera que se transpira en esta novela deja ver el desencanto de una civilización a punto de la destrucción. Violencia, consumismo, evasión, autodestrucción, aburrimiento, vivir fugaz e intensamente; televisores que se quedan encendidos por horas, una pistola siempre cargada, son signos de la cultura estadunidense de nuestros días y de cierto vacío existencial que invade a toda la humanidad.

-Parafraseando una de las expresiones que usted utiliza en El desierto malva, le preguntaría ¿qué tan ``grasoso está el caldo'' en esta sociedad de fin de siglo?

-Uno se puede hundir en la desesperación al ver que la humanidad no ha evolucionado, o estar suficientemente fascinado y motivado por la llegada de una nueva civilización, y desear meterse en ella y comprender esos cambios. Es fácil desesperarse dada nuestra total impotencia para cambiar el mundo e intervenir en la realidad. Por otra parte, todo es posible, y vivimos un cambio del paso de la civilización del libro a la de la imagen electrónica, que es un paso de la memoria hacia una cultura de la velocidad, de la fluidez, de cambios constantes, configuraciones de valores; hay que adaptarse a una parteÊde estos cambios. Los jóvenes más interesantes serán aquellos y aquellas que a la vez tengan amor por el libro y un conocimiento de las técnicas; quienes se queden únicamente con la civilización del libro no podrán comprender el mundo en el que viven, y los que sólo tengan conocimientos de tecnología serán tan superficiales, que nadie podrá beneficiarse de su superficialidad.

Considerada por la crítica como ``la primera novela posmoderna escrita en Quebec'' -con cuya lectura ``algunos hombres enloquecieron'', acota Nicole con orgullo y picardía-, más allá de la anécdota, de suyo interesante, plantea un conflicto trascendente en la literatura: traducir un libro.

-Siempre es muy difícil traducir. Es una aventura para el traductor y necesitamos de la traducción: la literatura universal sólo existe gracias a ella, y aunque ésta nunca sea del todo adecuada, es un desafío, como fue para mí traducirme del francés al francés. Toda la vida traducimos en nuestra propia lengua los sentimientos y emociones de otro, y por eso me fascina dar ese paso ya sea de la realidad a la ficción, que es la escritura, o de la ficción a la realidad, que es la lectura, y, desde luego, al pasar de una lengua a otra. Cuando uso la palabra fascinación hablo de que podríamos ser diferentes si habláramos otra lengua. En otro texto me preguntaba quién sería yo si hubiera crecido en el inglés, qué relación tendría con mi cuerpo y cómo lo llamaría, cuál sería mi manera de amar si hablara japonés. Es una fascinación a la vez por el lenguaje, por lo imaginario y por la cultura en la que uno se instala.

-Mónica Mansour, ¿qué dificultades encontraste al traducir esta obra?

-La traducción tuvo dificultades porque el estilo de Nicole es muy poético, muy metafórico, lleno de juegos de lenguaje. Como ella ha dicho en otras ocasiones, la cuestión más importante no está en la anécdota sino en la frase. Cada frase es un reto porque hay aliteraciones, rimas, juegos de significado y sintácticos; entonces, me costó un poco de trabajo trasladar eso al español. Pero realmente fue un desafío por el juego mismo que hay en la novela de la traducción dentro del mismo idioma; fue como cuatro veces la misma cosa: la traducción del francés al francés, luego del francés al español, y luego del español al español, pero fue un desafío muy divertido.

A veces me rompía la cabeza -prosigue entusiasmada-, pero hasta el final, cuando sentía que estaba listo, escribía a Nicole para preguntarle qué quería, dándole dos o tres opciones, y ya ella me decía: no, lo que quiero es esto. No sé si ella esté satisfecha con la traducción que hice.

Y Nicole contesta a su traductora:

-No puedo ver todos los matices que se ocultan bajo el idioma español. Cuando trabajo con las traductoras en inglés, lengua que conozco muy bien, siempre me pregunto qué significa esto en una mente que piensa en inglés. Sería lo mismo con el español, y eso es justamente lo que me fascina de las lenguas.