La Jornada Semanal, 6 de septiembre de 1998
Qué pensaría Lawrence Durrell de haber leído estas líneas? En su estudio ``sin ventanas'' de una pequeña cabaña en el Mediodía francés, donde solía clavar en sus estantes repletos de libros toda suerte de reseñas de su obra, sobre todo aquellas que, escritas en idiomas desconocidos, no podía entender naturalmente. Este pequeño gesto nos habla de su complacencia por la fama, guardada discretamente como lo fue cualquier alusión a los miembros de su familia. Pero Gerald, el famoso biólogo, nos muestra a un Larry adolescente, vanidoso y egocéntrico en sus memorias de la isla de Corfú (Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses), transitando entre diálogos, en el mejor de los sentidos ridículos, por el letal ingenio de cada uno de los miembros de la familia.
Durrell ya había publicado el Cuarteto de Alejandría y todavía
no escribía el Quinteto de Avignon, cuando lo entrevistaron
Julian Mitchell y Gene Andreweski, quienes afirmaron que era: ``...un
regalo para un entrevistador, porque tiene el don de convertir
preguntas muy estúpidas en preguntas aparentemente inteligentes al
suponer que el entrevistador quiso decir otra cosa''. Y es que cuando
contestó eso dejaba ver que estaba en la transición entre una obra de
cuatro tomos en la que pretende relacionar las tres dimensiones del
espacio: Justine, Balthazar y Mountolive, con la cuarta
dimensión, el tiempo, a la manera de Einstein:
El Cuarteto de Alejandría
No es accidental que el epígrafe del padre del psicoanálisis en
Justine rece así: ``Empiezo a creer que todo acto sexual es un
proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en
detalle ese problema'', pues más que referirse Freud a la gastada
broma de que el amor es una cadena tan pesada que para levantarla se
necesitan por lo menos tres y en la mayoría de los casos cuatro o más,
se remite a la refracción del mito de Narciso y la estructura formal
del cuarteto de cuerdas y las interacciones entre las diversas
dimensiones mencionadas por Einstein, que oportunamente incluye
Durrell en un epígrafe del siguiente volumen (Balthazar): ``El
espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve
al hombre terrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce
las impresiones.'' En el mismo tomo añade una aclaración sumamente
importante si tomamos en cuenta que el narrador inglés pertenece a la
misma generación que muchos grandes experimentadores de la novela
posteriores a la ruptura de la narrativa en este siglo en todo el
mundo (Guimares Rosa, Butor, Tanizaki, Nabokov, Onetti): ``Este
método no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus
métodos ilustran la noción de `duración' de Bergson, no la relación
`espacio-tiempo'.'' Es en este mismo volumen en el que hace la
aclaración que sirviera de slogan publicitario para el
Cuarteto a alguno de sus editores: ``El tema central del libro
es una investigación del amor moderno.'' Misma aclaración que quizás
entrañe la clave de la diferencia notable en el ritmo de recepción que
ha hecho del Cuarteto un best-seller permanente, o que
al menos mantenga una venta constante, y, como veremos a continuación,
hace sospechar que el Quinteto, de manera más lenta, apenas
comienza a encontrar a su público idóneo. De las cuatro notas
aclaratorias de las novelas del Cuarteto, en tres se hace la
precisión de que los personajes de la obra son ficticios o
imaginarios. En el cuarto volumen es innecesario, pues en él determina
que se debe leer la obra como un solo libro, subrayando la propuesta
ideal y por lo mismo imposible de leerse: de una manera simultánea
para lograr el continuum de las dimensiones relativas. Por
ejemplo, cuando se refiere a Alejandría en los epígrafes, en el primer
tomo dice: ``Sólo la ciudad es real''; en el segundo aclara: ``La
ciudad misma no podía ser menos irreal'', y en el tercero hace
evidente que: ``He usado del derecho del novelista al tomarme unas
cuantas libertades indispensables respecto de la historia
contemporánea del Medio Oriente y de la estructura en el servicio
diplomático británico.''
Parecería pues imposible hablar de las cosas simples sin involucrar el
todo. Así, uno se enamora de Melissa cuando sorprende al narrador, su
médico, con un: ``Si no tiene mujer cuando yo salga del hospital,
piense en mí. Si me llama, vendré''; o nos topamos a mitad de un
suceso con reflexiones de uno más de sus narradores: ``Se nos ha
repetido muchas veces que la historia es indiferente, pero
siempre consideramos su parsimonia o su generosidad como resultado de
un plan preconcebido; nunca prestamos oído de verdad...'' Y estos
pequeños detalles son los que arropan esa forma perfecta, como cuando
se dice Nessim: ``Mi problema es que la mujer a quien amé me dio una
satisfacción perfecta que jamás tuvo que ver con su propia
felicidad.'' El mayor atractivo del Cuarteto, publicado cuando ya se
había hablado bastante del ``amor moderno'' (La crucifixión rosada,
Mujeres enamoradas), radica, quizá, en lo naturales que resultan
los diálogos, la redondez de los personajes y la trama de la historia
en el afectado alambique que eligió el autor, pues siempre está
presente la correlación entre la física y la ciencia social que, por
los mismos años, preocupara primero a un antropólogo y después a un
filósofo franceses. Veamos pues que, como afirma Levi-Straus relativo
a que, al cambiar uno solo de los elementos, se modifica por completo
la estructura: ``La desaparición de Justine era una novedad a la que
había que acostumbrarse. Cambiaba toda la trama de nuestras
relaciones. Era como si el irse hubiera aflojado la clave de un arco,
entre sus ruinas, por así decirlo; Nessim y yo nos veíamos frente a la
tarea de rehacer una relación que Justine había creado y que su
ausencia convertía en algo hueco, donde resonaban los ecos de una
culpa que en adelante se cerniría sobre nuestro afecto.''
El autor culmina su propuesta al finalizar con el narrador sorprendido
por la carta de Clea y por su ``nueva'' letra: ``Sí, un día me
encontré escribiendo con dedos temblorosos las cuatro palabras
(¡cuatro letras!, ¡cuatro rostros!)... con las que todo artista desde
que el mundo es mundo ha ofrecido su escueto mensaje a sus
congéneres. Las palabras que presagian simplemente la vieja historia
de un artista maduro. Escribí: `rase que se era...'
''Y sentí que el Universo me abrazaba.''
El Quinteto de Avignon
Su segunda opera magna tiene otras intenciones y eso explica, a
pesar de la continuidad, que la reacción del mercado haya sido tan
diferente (cosa que quizá no le extrañara). Ahora su intención es la
de resumir una visión de la historia del mundo, en la segunda mitad
del siglo, a la luz de la sensibilidad de un grupo de gnósticos,
atmósfera provocada de manera ideal por la Provenza en la que se
encontraba asentado: ``Con Jung, que por temperamento es un
neoplatónico, la doctrina ha empezado a desmoronarse. En ese sentido
sí que tiene usted razón. Pero los mayores descubrimientos provienen
de Freud; es él quien recibe todos los honores. Si la cosa no funciona
al ciento por ciento no es culpa suya. Un día quedará anticuado, lo
mismo que le ocurrió a Newton. Pero nosotros, hoy en día, no podemos
prescindir de su genio.'' Este tipo de prosa nos avisa que nos
encontramos frente a una obra mucho más intelectual, que tendrá un
público ad hoc, sin que en ningún momento desmerezca en su afán
por mostrarnos a seres humanos en sus confusiones y liviandades, como
en la escena al principio del primer volumen en la que un miembro de
la sociedad espiritual se encuentra haciendo una felatio a su
amante mientras su esposa, que está perfectamente enterada de la
situación, habla con él por teléfono. En esta obra las advertencias y
los epígrafes son mucho más parcos, si bien no menos elocuentes. Como
ya mencioné, comienza el segundo tomo, Constance, en su ``nota
del autor'', con una aclaración conmovedora: ``Este libro es una
novela, no una obra de historia'', con lo que hace patente su esfuerzo
por darle una explicación histórica a la vida, como en sus anteriores
textos autobiográficos, y lo termina con su apéndice que incluye la
òltima voluntad y testamento del Pedro el Grande
(``...Así es como puede y debe someterse a Europa'') y supone también
los temidos Protocolos de los sabios del Sión. Más adelante, en
Livia, el tercer tomo, nos muestra su visión apocalíptica, de
una manera sutil: ``La totalidad de la humanidad parece estar
simultáneamente presente en cada una de mis aspiraciones de aire. El
peso de mi responsabilidad es aplastante. Una ignorancia
misericordiosa me protege de un descorazonamiento excesivo.'' Sin
embargo, conforme avanzamos en nuestra lectura, nos reencontramos con
que aquella relación que ya estaba en el Cuarteto, entre las
minucias de la cotidianidad y el macrocosmos, parece continuar la obra
anterior e invita a proponer la lectura de los nueve tomos como si se
tratara de una sola obra, de una magnitud similar a la de En busca
del tiempo perdido.
Quizá sea por eso que no extrañe que el autor, en un caso hablando de
las dimensiones del cosmos y en el otro intentado una visión
abarcadora de la historia, haya llegado a conclusiones semejantes y
nos haga recordar al Borges que afirmaba que nos pasamos la vida
intentando escribir un mismo texto. El Quinteto termina con
unas palabras que me explicaban todo: ``...Los amantes se sintieron
invadidos de un premonitorio estremecimiento, y Blanford se dijo que
si alguna vez escribía la escena diría: `En aquel preciso momento la
suprema realidad corrió en ayuda de la ficción y empezó a tener lugar
lo totalmente imprevisible'.''