La Jornada Semanal, 6 de septiembre de 1998



Pedro Pablo Martínez

Alejandría y Avignon

El Cuarteto de Alejandría fue para varias generaciones un conjunto de novelas de cabecera; en cambio, el Quinteto de Avignon ha sido visto con poco cuidado. Pedro Pablo Martínez examina, en este inteligente ensayo, los rasgos principales de la segunda opera magna de Lawrence Durrell.

a Gabriel Astey Wood, el amigo que menciono.

Qué pensaría Lawrence Durrell de haber leído estas líneas? En su estudio ``sin ventanas'' de una pequeña cabaña en el Mediodía francés, donde solía clavar en sus estantes repletos de libros toda suerte de reseñas de su obra, sobre todo aquellas que, escritas en idiomas desconocidos, no podía entender naturalmente. Este pequeño gesto nos habla de su complacencia por la fama, guardada discretamente como lo fue cualquier alusión a los miembros de su familia. Pero Gerald, el famoso biólogo, nos muestra a un Larry adolescente, vanidoso y egocéntrico en sus memorias de la isla de Corfú (Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses), transitando entre diálogos, en el mejor de los sentidos ridículos, por el letal ingenio de cada uno de los miembros de la familia.

Durrell ya había publicado el Cuarteto de Alejandría y todavía no escribía el Quinteto de Avignon, cuando lo entrevistaron Julian Mitchell y Gene Andreweski, quienes afirmaron que era: ``...un regalo para un entrevistador, porque tiene el don de convertir preguntas muy estúpidas en preguntas aparentemente inteligentes al suponer que el entrevistador quiso decir otra cosa''. Y es que cuando contestó eso dejaba ver que estaba en la transición entre una obra de cuatro tomos en la que pretende relacionar las tres dimensiones del espacio: Justine, Balthazar y Mountolive, con la cuarta dimensión, el tiempo, a la manera de Einstein: y los cinco tomos: Sebastián, Constance, Livia, Monsieur y Quinx, en los que intenta una explicación de la historia mundial contemporánea. No es accidental que en el segundo tomo incluya una aclaración conmovedora: ``Este libro es una novela, no una obra de historia'', con lo que hace patente su esfuerzo por darle una explicación histórica a la vida. Ya mencionamos su pudor frente a lo estrictamente personal, no muy extraño en un inglés por muy cosmopolita que se presente, pero debemos aclarar que no se trata de un truco de ocultamiento elocuente como en otros autores de origen irlandés -Wilde y Beckett, por mencionar dos célebres ejemplos-, sino de un rasgo estilístico. Durrell tiene el talento de darle un toque de distinción a la narración objetiva, de la misma manera que adorna el relato autobiográfico con una sensible atmósfera erudita e impersonal.

El Cuarteto de Alejandría

No es accidental que el epígrafe del padre del psicoanálisis en Justine rece así: ``Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle ese problema'', pues más que referirse Freud a la gastada broma de que el amor es una cadena tan pesada que para levantarla se necesitan por lo menos tres y en la mayoría de los casos cuatro o más, se remite a la refracción del mito de Narciso y la estructura formal del cuarteto de cuerdas y las interacciones entre las diversas dimensiones mencionadas por Einstein, que oportunamente incluye Durrell en un epígrafe del siguiente volumen (Balthazar): ``El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre terrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las impresiones.'' En el mismo tomo añade una aclaración sumamente importante si tomamos en cuenta que el narrador inglés pertenece a la misma generación que muchos grandes experimentadores de la novela posteriores a la ruptura de la narrativa en este siglo en todo el mundo (Guimar‹es Rosa, Butor, Tanizaki, Nabokov, Onetti): ``Este método no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus métodos ilustran la noción de `duración' de Bergson, no la relación `espacio-tiempo'.'' Es en este mismo volumen en el que hace la aclaración que sirviera de slogan publicitario para el Cuarteto a alguno de sus editores: ``El tema central del libro es una investigación del amor moderno.'' Misma aclaración que quizás entrañe la clave de la diferencia notable en el ritmo de recepción que ha hecho del Cuarteto un best-seller permanente, o que al menos mantenga una venta constante, y, como veremos a continuación, hace sospechar que el Quinteto, de manera más lenta, apenas comienza a encontrar a su público idóneo. De las cuatro notas aclaratorias de las novelas del Cuarteto, en tres se hace la precisión de que los personajes de la obra son ficticios o imaginarios. En el cuarto volumen es innecesario, pues en él determina que se debe leer la obra como un solo libro, subrayando la propuesta ideal y por lo mismo imposible de leerse: de una manera simultánea para lograr el continuum de las dimensiones relativas. Por ejemplo, cuando se refiere a Alejandría en los epígrafes, en el primer tomo dice: ``Sólo la ciudad es real''; en el segundo aclara: ``La ciudad misma no podía ser menos irreal'', y en el tercero hace evidente que: ``He usado del derecho del novelista al tomarme unas cuantas libertades indispensables respecto de la historia contemporánea del Medio Oriente y de la estructura en el servicio diplomático británico.''

Parecería pues imposible hablar de las cosas simples sin involucrar el todo. Así, uno se enamora de Melissa cuando sorprende al narrador, su médico, con un: ``Si no tiene mujer cuando yo salga del hospital, piense en mí. Si me llama, vendré''; o nos topamos a mitad de un suceso con reflexiones de uno más de sus narradores: ``Se nos ha repetido muchas veces que la historia es indiferente, pero siempre consideramos su parsimonia o su generosidad como resultado de un plan preconcebido; nunca prestamos oído de verdad...'' Y estos pequeños detalles son los que arropan esa forma perfecta, como cuando se dice Nessim: ``Mi problema es que la mujer a quien amé me dio una satisfacción perfecta que jamás tuvo que ver con su propia felicidad.'' El mayor atractivo del Cuarteto, publicado cuando ya se había hablado bastante del ``amor moderno'' (La crucifixión rosada, Mujeres enamoradas), radica, quizá, en lo naturales que resultan los diálogos, la redondez de los personajes y la trama de la historia en el afectado alambique que eligió el autor, pues siempre está presente la correlación entre la física y la ciencia social que, por los mismos años, preocupara primero a un antropólogo y después a un filósofo franceses. Veamos pues que, como afirma Levi-Straus relativo a que, al cambiar uno solo de los elementos, se modifica por completo la estructura: ``La desaparición de Justine era una novedad a la que había que acostumbrarse. Cambiaba toda la trama de nuestras relaciones. Era como si el irse hubiera aflojado la clave de un arco, entre sus ruinas, por así decirlo; Nessim y yo nos veíamos frente a la tarea de rehacer una relación que Justine había creado y que su ausencia convertía en algo hueco, donde resonaban los ecos de una culpa que en adelante se cerniría sobre nuestro afecto.''

El autor culmina su propuesta al finalizar con el narrador sorprendido por la carta de Clea y por su ``nueva'' letra: ``Sí, un día me encontré escribiendo con dedos temblorosos las cuatro palabras (¡cuatro letras!, ¡cuatro rostros!)... con las que todo artista desde que el mundo es mundo ha ofrecido su escueto mensaje a sus congéneres. Las palabras que presagian simplemente la vieja historia de un artista maduro. Escribí: `ƒrase que se era...'

''Y sentí que el Universo me abrazaba.''

El Quinteto de Avignon

Su segunda opera magna tiene otras intenciones y eso explica, a pesar de la continuidad, que la reacción del mercado haya sido tan diferente (cosa que quizá no le extrañara). Ahora su intención es la de resumir una visión de la historia del mundo, en la segunda mitad del siglo, a la luz de la sensibilidad de un grupo de gnósticos, atmósfera provocada de manera ideal por la Provenza en la que se encontraba asentado: ``Con Jung, que por temperamento es un neoplatónico, la doctrina ha empezado a desmoronarse. En ese sentido sí que tiene usted razón. Pero los mayores descubrimientos provienen de Freud; es él quien recibe todos los honores. Si la cosa no funciona al ciento por ciento no es culpa suya. Un día quedará anticuado, lo mismo que le ocurrió a Newton. Pero nosotros, hoy en día, no podemos prescindir de su genio.'' Este tipo de prosa nos avisa que nos encontramos frente a una obra mucho más intelectual, que tendrá un público ad hoc, sin que en ningún momento desmerezca en su afán por mostrarnos a seres humanos en sus confusiones y liviandades, como en la escena al principio del primer volumen en la que un miembro de la sociedad espiritual se encuentra haciendo una felatio a su amante mientras su esposa, que está perfectamente enterada de la situación, habla con él por teléfono. En esta obra las advertencias y los epígrafes son mucho más parcos, si bien no menos elocuentes. Como ya mencioné, comienza el segundo tomo, Constance, en su ``nota del autor'', con una aclaración conmovedora: ``Este libro es una novela, no una obra de historia'', con lo que hace patente su esfuerzo por darle una explicación histórica a la vida, como en sus anteriores textos autobiográficos, y lo termina con su apéndice que incluye la òltima voluntad y testamento del Pedro el Grande (``...Así es como puede y debe someterse a Europa'') y supone también los temidos Protocolos de los sabios del Sión. Más adelante, en Livia, el tercer tomo, nos muestra su visión apocalíptica, de una manera sutil: ``La totalidad de la humanidad parece estar simultáneamente presente en cada una de mis aspiraciones de aire. El peso de mi responsabilidad es aplastante. Una ignorancia misericordiosa me protege de un descorazonamiento excesivo.'' Sin embargo, conforme avanzamos en nuestra lectura, nos reencontramos con que aquella relación que ya estaba en el Cuarteto, entre las minucias de la cotidianidad y el macrocosmos, parece continuar la obra anterior e invita a proponer la lectura de los nueve tomos como si se tratara de una sola obra, de una magnitud similar a la de En busca del tiempo perdido.

Quizá sea por eso que no extrañe que el autor, en un caso hablando de las dimensiones del cosmos y en el otro intentado una visión abarcadora de la historia, haya llegado a conclusiones semejantes y nos haga recordar al Borges que afirmaba que nos pasamos la vida intentando escribir un mismo texto. El Quinteto termina con unas palabras que me explicaban todo: ``...Los amantes se sintieron invadidos de un premonitorio estremecimiento, y Blanford se dijo que si alguna vez escribía la escena diría: `En aquel preciso momento la suprema realidad corrió en ayuda de la ficción y empezó a tener lugar lo totalmente imprevisible'.''