No hay en ningún idioma, una palabra, que los antiguos españoles empleaban con frecuencia: hombredad. Esta sólo la tienen algunos hombres en especial, algunos toreros, como la tuvo Manolete. Hombredad, esencia de hombre, esencia de virilidad. Esa esencia que casi parece muerta en el mundo de los toros y fue la que le dio la fuerza y romanticismo.
La hombredad de Manolete en sus heroicas tejidas de muerte y ondulaciones que se le escapaban, quedando a la deriva, al irse por el agujero negro sin fondo y silencioso, en la noche de largos tiros -largos tiros quebrados-- brazos desnudos y andares en horizontal de paloma dolida que hicieron cantar coplas a los aficionados, música de la torería -eso indescifrable-- que le dio su misterio.
Carne fundida en muerte negra de seda. Un son de olés hablaba de su torería, hondura que le encendía el cuerpo y lo llevaba por los caminos de lo imposible. Un huracán de negrura se deslizaba por el sonido de la sangre y poco a poco se desperezaba. Las vibraciones espirituales eran de una muerte que toreaba por pases naturales -muy naturales-- enredados al giro acompasado de la cintura.
La fatiga lo fue acercando hasta la lúgubre frontera de la llama caliente, aún, por el maleficio de la muerte que magníficamente se volvía vida. Devorada llave mordiente del hervidero negro que lo lanzaba en vuelo -trazo amante-- de brazos y senos, que al desatarse tenían calor de madrugada, sabor a naranja agria y caída en el vacío.
Muerte, látigo y agonía dormida con el capote bordado en el toro de la aurora, caña dolorosa en los pulsos del silencio. Veredas de sueño puro, prendidos a la sangre, donde entre recuerdos buscaba alivio en vano. Cobre y cuerpo enlazados van entreabriendo suavemente los deleitosos bordes de la herida, que volvía a vibrar disgregando los mágicos poderes de la vida.
El cuerpo, los cuerpos nuevamente se quebraban sacrificados al fuego religioso de la muertevida en el temple del delirio torero. Esos quiebres y recortes templados a toros de verdad que ya desaparecieron -o casi-- de los ruedos del mundo, donde unos cuantos locos asistimos mirando desde adentro, nuestra propia muerte. La muertevida, desplazada de la belleza al toreo que se va, cae en el agujero negro que no tiene piso y es nieve febril agonizante. La muerte enamora la belleza.