Adolfo Gilly
Emergencia
La situación de emergencia que México está atravesando no es económica, como el discurso presidencial quiere asumirlo. Es una crisis política irreversible, la de un régimen que se está deshaciendo entre la sangre de Acteal y el desfalco de Estado del Fobaproa. La extrema fragilidad del sistema financiero y bancario -no se podía permitir la quiebra de un solo banco sin catástrofe nacional, aseguró el doctor Zedillo- es sólo el revelador de esa crisis de un régimen que siempre puso la economía al servicio de su supervivencia política, y ésta al servicio de la acumulación dineraria y financiera de sus familias, sus amigos y sus aliados.
Este tipo de regímenes ya no son tolerados por la realidad del mundo de estos días. El gobierno del doctor Zedillo está tan acorralado por esa realidad como lo estaba el de Suharto en Indonesia, aunque el desenlace puede ser, por supuesto, muy diverso en tiempos y modos.
Atrás ha quedado la ilusión de quienes, desde todos los bandos, nos hablaban de una transición pactada a la democracia. Como la emboscada del 9 de febrero de 1995 contra Marcos y la burla a los acuerdos firmados de San Andrés lo han mostrado con creces, este régimen no respeta los pactos o no está en condiciones de hacerlo por sus agudas disputas internas. Y con quien no respeta pactos no es posible hacer política, sino tan sólo cuidarse de los golpes bajos.
Ese precisamente es uno de los rasgos definitorios de esta emergencia: del lado del gobierno no se sabe con quién tratar, porque ninguno, ni siquiera el doctor Zedillo, tiene el mando suficiente sobre ese bando como para poder hacer cumplir aquello a lo cual se compromete. Tal vez allí se encuentra la razón del silencio de Arturo Núñez ante el mensaje presidencial: ni los mismos jefes del PRI pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que había que responder y dejaron al Presidente hablando solo. El año anterior Porfirio Muñoz Ledo le había dado una respuesta seria y respetuosa. Esta vez su propio partido le hizo un desaire.
Esta crisis de mando no abre las puertas a la democracia, sino al incremento combinado de la corrupción, la criminalidad y la regresión desde los lazos estatales hacia las lealtades mafiosas. La guerra de bandas dentro del régimen, abierta con el asesinato de Colosio, abarca ahora las finanzas, el Congreso, la justicia, y desciende hasta el submundo de los negocios turbios y los tráficos ilegales.
Las propuestas presidenciales para combatir la delincuencia carecen de sentido. Ninguna cantidad de leyes punitivas ni de incremento de las penas podrá detener una criminalidad que se ha desatado, aquí como en otros países, por la combinación entre la descomposición de un régimen insepulto y el mundo sin ley de los flujos financieros globalizados. Nunca, jamás, en ninguna parte, la delincuencia se ha visto contenida o disuadida por un aumento de las penas, sino por la certidumbre probada en los hechos de que cada delincuente será aprehendido y cada delito no dejará de ser debidamente castigado.
Si desde lo alto se quiere hacer aprobar el todo-se- vale financiero del Fobaproa, ¿cómo no se va a soltar, desde abajo, el todo-se-vale de la criminalidad cotidiana? Lo que el Fobaproa y sus variantes pretenden equivaldría a la declaración por el Congreso de la Unión de que México es un país sin ley, la tierra del todo-se-vale, una isla Tortuga de siglo XVIII o una isla Caimán del siglo XX.
Ese es el gran peligro que nos amenaza. Lo que el mundo de estos días nos enseña es que los regímenes políticos autoritarios, burocráticos y corporativos tienen posibilidad de derivar hacia la democracia si hay tradiciones democráticas anteriores en la sociedad. De lo contrario, la relación de lealtad de tipo corporativo que une a la sociedad con el régimen se descompone en múltiples y antagónicas lealtades mafiosas hacia los clanes financieros político-familiares. Pudiera ser que Rusia, no Checoslovaquia, se convirtiera en nuestro espejo.
Tenemos ya un Yeltsin-Fujimori en ciernes en Vicente Fox. Ese futuro, el de un demagogo de derecha a la rusa, hay que evitarlo, tanto como el peligro de que una exacerbación de la guerra de bandas dentro del régimen degenere en la conformación de un Estado mafioso. Una vez más, mejor mirémonos en el espejo de las mafias rusas y no andemos con sueños politológicos sobre transiciones a la española o a la chilena.
Una transición, es decir, una salida transitoria a la ruina de un régimen para permitir la conformación democrática de otro diferente, sólo puede venir de las fuerzas antes acumuladas en las instituciones y en la sociedad del país respectivo. México, en esta década pasada, ha generado una extraordinaria democratización de la sociedad y de sus aspiraciones que es, por cierto, una de las raíces de la crisis del régimen. Esta democratización puede encontrar ahora su contrapartida en la nueva composición del Congreso de la Unión, que ya ha logrado detener algunas de las iniciativas más negativas provenientes del Poder Ejecutivo.
Se puede, tal vez, ir ahora más lejos y formar una nueva mayoría transitoria sobre tres o cuatro puntos muy precisos: alternativa legal al Fobaproa, reforma constitucional para la paz en Chiapas, pacto de elecciones en verdad limpias, legales y democráticas que hasta ahora no han existido, ni en Oaxaca ni en Zacatecas ni en muchos otros estados del país. Esta mayoría en positivo sobre puntos concretos podría asegurar condiciones de estabilidad para que el tránsito hasta el año 2000 esté regido por las reglas de la política y no por los intereses y las disputas de las mafias.
Si sobre esos grandes temas se formara en el Congreso un pacto limitado y estable entre el PRD, el PAN y una parte significativa de senadores y diputados del PRI que no quieren que este fin de régimen sin destino y sin mando desemboque en un Estado mafioso, la sociedad democrática respondería y un equilibrio transitorio estaría asegurado. Por extraño que pueda parecer, es posible que una de las claves para salir de esta emergencia esté ahora otra vez en ese conglomerado histórico de la política mexicana que se llama PRI.