Eulalio Ferrer Rodríguez
Un pueblo entre candilejas
Como sabemos, paralelamente al de la violencia, el del sexo es uno de los temas que más atrae a los medios de comunicación con todas sus colindancias. No es de extrañar que Estados Unidos, con el eco resonante de la nación más poderosa del mundo, alimente el tema, sobre todo en el escenario político, quizá el más propicio por su peculiar naturaleza pública y sus contradicciones moralistas. Es el caso de la relación sexualoide entre el presidente Clinton y la becaria Lewinsky. Lejos de concluir, mantiene el interés informativo con su morboso acento de escándalo, debilitando o desequilibrando la imagen pública de un alternativo gobernante estadunidense, jubiloso o apenado.
En términos objetivos, sorprendería que sea noticia nacional -con sus inevitables repercusiones internacionales- un asunto que acontece en un país donde, por lo menos, una tercera parte de la gente casada tiene o ha tenido una relación extraconyugal con duración promedio de un año, y en el que una de cada cinco adolescentes pierde la virginidad antes de los 15 años.
Obviamente, esta paradoja ocurre en Estados Unidos porque a un hombre público -menos si es Presidente de la República- no se le tolera lo que en la vida privada se acostumbra aceptar. Por recordar épocas recientes, puede citarse el nombramiento malogrado del juez Clarence Thomas, en 1991, a quien su secretaria Anita Hill denunció por acoso sexual. Como menciono en mi libro De la lucha de clases a la lucha de frases, el día de la votación final del jurado, el público televisivo, pendiente de ella, superó al de la serie mundial de la Liga Nacional de Beisbol, el deporte más popular de Estados Unidos.
Acaso en las entretelas de la psicología estadunidense influya el juramento bíblico que debe atar la conducta de los oficiantes políticos, desde que Washington proclamó, en el comienzo de la vida presidencial, que todo está en manos de Dios, frase históricamente inseparable de la del que Dios me ayude, inserta en el juramento de 35 palabras a que está obligado todo presidente de Estados Unidos, ese país en cuyas monedas se grabaría: en Dios confiamos. Explícita o secreta, la invocación divina, reiterada una y otra vez, marca la conciencia del pueblo estadunidense.
El asunto ha traído a la actualidad noticiosa el nombre del presidente John F. Kennedy, de quien se dijo que pudiera haber sido campeón de una olimpiada sexual por haber pasado con suerte su periodo gubernamental o haber muerto antes de ser sometido a juicio. Quizá se encomendó a la memoria tolerante que merecieron las aventurillas del mismo género -y en la misma Casa Blanca- de su antecesor y correligionario, el presidente Roosevelt, sin reparar en las diferencias de tiempo y personalidad. William Clinton no ha sido tan afortunado, entre otros motivos, posiblemente porque el peso y el juicio crítico de los medios de comunicación masiva se han multiplicado en una intensa batalla competitiva.
Más allá de lo anecdótico y sus incidencias contradictorias o divertidas, no se puede olvidar la interpretación de fondo que el tema requiere. Aludimos al creciente descrédito del oficio político. Contexto general de la impunidad y del cinismo, con todo su cortejo de hipocresías y seducciones. Un oficio de promesas en el que el arte de mentir y desmentir es juego cotidiano, alarde de mistificación y ocultamiento.
En el caso concreto de la nación estadunidense tampoco se puede omitir su entrega cautiva y gozosa al espectáculo, elevando a casi categoría divina los altares míticos de Hollywood y Walt Disney. El cine, primero, y la televisión, después, son mecanismos promotores de tal tendencia, bajo cuyo dominio, entre la celebración y la diversión, transcurre la historia de un pueblo que ejercita así su sentido natural de la vida, su lucha contra la monotonía, sin merma de las virtudes y los logros que lo han instalado en la categoría de primera potencia mundial. De un pueblo cuya palabra favorita es glamour.
La política es uno de los grandes espectáculos de Estados Unidos. Las convenciones de republicanos y demócratas buscan las candilejas, las luces del escenario. Tras de ellas corren unos y otros, competidores en la fiesta del deslumbramiento. En ese gran proscenio sucede la magnificada aventura de William Clinton y Mónica Lewinsky. No tardará en ser argumento del cine o del entretenimiento televisivo. El género crece copiosamente. Ahí están las recientes películas de John Travolta con Scandal, y de Robert de Niro y Dustin Hoffman con Nag the dog. La ceremonia del jurado, con su desfile de jueces, fiscales y abogados, es una de las más ensayadas y perfeccionadas, junto a las de bodas y cementerios, en el magno espectáculo de las imágenes.
Todo esto es respetable y comprensible. Mucho menos lo es el efecto contagioso que puede confundir una forma de cultura con la hegemonía de una civilización adulterada, dentro de la inevitabilidad histórica del destino imperial.