Pedro Miguel
Desenlace bufo

Las superpotencias ya no son lo que eran. El angustioso encuentro de Clinton y Yeltsin en Moscú, la semana pasada, fue una notable tomografía de la desembocadura fársica de la guerra fría. El presidente de Estados Unidos sigue acosado por el fantasma de unos calzones que descendieron en un sitio inapropiado --la Oficina Oval de la Casa Blanca-- y cuya imagen lo persigue por todo el mundo como una maldición conservadora. Yeltsin, en su visible desamparo, encarna el fracaso de la construcción del capitalismo en Rusia. Más por estupidez que por maldad, la bolsa de valores de Moscú está logrando poner en jaque al sistema financiero mundial con una eficiencia que ya habría querido para sí, en sus mejores tiempos, el Politburó del Kremlin.

La imagen de los dos presidentes desvalidos me hizo rebobinar la película y recordar las cumbres de hace una década, cuando Ronald Reagan ocupaba la Casa Blanca y a nadie se le ocurría, por lo tanto, descubrir episodios sexuales en la Oficina Oval; en cambio, el anciano actor se empeñaba en despedirse del poder dejando tras de sí el sistema de fuegos artificiales conocido como la guerra de las galaxias, Mijail Gorbachov trataba por todos los medios de convencer al mundo que los comunistas no comían niños crudos y ambos nos tenían a todos, a fin de cuentas, con el jesús en la boca: tres años antes, en 1985, un nutrido grupo de intelectuales y premios Nobel se habían reunido para clamar por el desarme nuclear. Gabriel García Márquez escribió para la ocasión un texto memorable sobre la guerra atómica que se llamaba ``El cataclismo de Damocles'' y que La Jornada publicó en forma de cartel.

La región de Nueva Inglaterra vivía la bonanza económica producida por la sarta de empresas de tecnologías de punta que se instalaron ahí. Hace una década, en Manchester, New Hampshire, a orillas del río Piscataquog (``take me to the river...'', cantaban David Byrne y The Talking Heads), había un viejo edificio reacondicionado que ostentaba en su fachada la leyenda ``Automated Plasma, Inc.'' Media docena de señores vestidos de negro, con chaleco antibalas y AR-15 en posición de disparo, resguardaban la entrada. Una mañana me acerqué a preguntar qué cosa era el tal Automated Plasma y los rambos me ordenaron con firmeza que despejara el área. Por la tarde recibí en mi habitación de hotel la visita de un agente del FBI: me pidió que dejara de molestar a Automated Plasma, so pena de arriesgarme a una acusación federal por espionaje, y salió dando un portazo.

Hoy, la empresa en cuestión --que, según supe después, formaba parte del complejo industrial-militar-tecnológico de la guerra de las galaxias-- ha desaparecido del mapa y de la economía, y no van a revivirla ni siquiera las sugerencias disparatadas de algunos legisladores paranoicos que piden resucitar la Iniciativa de Defensa Estratégica para enfrentar las amenazas afganas o sudanesas. Por cierto: tal vez ya nadie recuerde que los misiles crucero, como los enviados recientemente por Clinton contra una fábrica sudanesa y un campo de entrenamiento en Afganistán fueron, en el momento de su entrada en servicio en Europa occidental, causa de una crisis entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. Claro que a mediados de la década pasada los Tomahawk cargaban en la nariz un bebé de fisión de varios kilotones, no como ahora, que portan explosivo convencional.

En 1986 o 1987 Occidente conoció con detalles los últimos aviones de combate producidos por la Unión Soviética: los Mig 29 y 31 y el Su-26. Los expertos del Pentágono y de la OTAN quedaron realmente impresionados --y asustados-- ante aquellos portentos tecnológicos. Hoy, Rusia no puede darse el lujo de comprar los aviones de guerra que ella misma fabrica y anda vendiéndoselos a India, a Perú, a Siria o a quien se deje, a precio de venta de garage o, mejor dicho, de venta de hangar.

El mundo ha cambiado mucho en una década. No necesariamente para bien ni para mal sino, la mayor parte de las veces, para chistoso. El único poder mundial que sigue inmutable es el Vaticano, y es que allí nadie se ríe nunca.