Andrés Aubry y Angélica Inda
La patria en la memoria de Chiapas
En este mes de la patria, los acontecimientos fundadores del país reactivan la memoria. Los de Chiapas no figuran en ningún libro de texto porque sus fuentes quedaron fuera del México colonial, nuestro estado siendo entonces una provincia de Centroamérica, ajena a la Nueva España.
Buena parte de ellas se generaron y conservaron en el Archivo de San Cristóbal, cuyo custodio es también el ex mediador, don Samuel Ruiz, razón probable de las intimidaciones, administrativas y (para)policiacas, que hoy padece.
Tienen dos características que le dan originalidad. La primera porque notician la insurgencia desde la periferia (tanto de México como de Guatemala); y la segunda porque no son documentos oficiales, sino fuentes frescas surgidas desde abajo, de particulares en su correspondencia, o de las organizaciones nacientes de la sociedad civil y rebelde: cartas, quejas, denuncias, informes, relatos, emitidos desde las casas, el campo de batalla o manifestaciones callejeras, a veces desde la cárcel y ayuntamientos rebeldes. El obispo de Chiapas, quien ``interpuso su intervención'' entre los Insurgentes y la administración de la Corona, las juntó todas. Totalizan una media docena de cajas (un millar de páginas manuscritas), cuyos extractos más relevantes han sido transcritos y publicados en el penúltimo número del Boletín del Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal, intitulado: Los Insurgentes y el Obispo de Chiapas, 1810-1815.
Fueron tiempos en los que el capitán insurgente Matamoros irrumpía en Chiapas causando estupor -en enero por casualidad-, cuando el titular de la sede que hoy ocupa don Samuel se llamaba Ambrosio Llano, y cuando el apellido del rebasado gobernador de la entidad -ya debilitada por varios interinos y manipuleos desde arriba- no importaba a nadie; su nombre, Junguito, asoma muy a su pesar.
En aquella época remota, el viejo régimen estaba agonizando; se anhelaba una transición -hacia la democracia, decían los más acelerados; los comentarios en la calle y en los palacios giraban en torno de una nueva Constitución-. Para complicar las cosas, dos estaban en competencia: la una, apenas aceptada a regañadientes por los oficialistas, se acababa de cocinar en Cádiz y se aplicaba con muchos caprichos y altibajos porque se confundía el Estado de derecho con los derechos del Estado; y la otra, la ilegal pero legítima para los rebeldes, que nuestros manuscritos llaman ``secreta'', se había promulgado en Chilpancingo por encima de los gobernantes, y gozaba de toda la fama de Morelos.
Los comunicados de los insurgentes, con el nombre de cartas cerradas o proclamas, dependiendo ello de sus destinatarios, eran la noticia política del momento y daban dolor de cabeza tanto al obispo como al gobernador. Los caminos estaban bloqueados por doquier, más inseguros que nunca por atracos y emboscadas de convoyes, pero los mensajes de la insurgencia circulaban sin problema en el anonimato y la clandestinidad de los correos indígenas. Estos, supuestamente sumisos y aplacados desde hacía 300 años, se estaban volviendo indomables, a no ser que invisibles y por tanto más inquietantes, porque se replegaban en la clandestinidad del monte. El ir y venir de las patrullas del ejército era constante, y enredaba a todos porque no se sabía a ciencia cierta si se trataba de las tropas del rey, o de las milicias de los gamonales de Chiapas, o de las levas de negros oscuramente armados y financiados por los finqueros y adiestrados por los militares. Para escarmentar a los frailes dominicos, peligrosos ``fermentos de insurrección'', el gobierno transfería el dinero de los diezmos a sus capitanes para el parque.
La noticia, incierta, objeto de opiniones encontradas, circulaba al antojo de quienes la inventaban: como puro rumor. La ingobernabilidad era total: no sólo en Chiapas, sino en la capital de la cual dependía, la Nueva Guatemala, en donde no había ni un solo insurgente armado pero sí una muchedumbre de simpatizantes. Estos nuevos actores del acontecer regional tomaban alcaldías, surgiendo de donde menos se hubiera pensado, de entre indios, mulatos, artesanos, y aun algunos magnates, condes o marqueses, asesores de la Intendencia y mayores del ejército, encendidos todos por el ideario de las Luces, estimado entonces inseparable del ``democratismo'' o del ``republicanismo''. Los curas rebeldes eran la cruz del poder y de la mitra: no solamente por Hidalgo, Morelos y Matamoros sino por una muchedumbre de frailes, clérigos, monjas, hasta canónigos y prebendados de Guadalupe, inasibles todos porque cruzaban las líneas del conflicto desde Chihuahua hasta Nicaragua. Hasta dentro del ejército, se operaban mutaciones y deserciones repentinas en cuanto, en el campo de batalla, se descubría el verdadero rostro del ``enemigo'', quien despertaba complicidades por la ``patria'', palabra nueva y realidad clave del momento.