La Jornada 11 de septiembre de 1998

La transición en Chile, bajo la vigilancia militar

José Steinsleger Ť En la madrugada del 11 de septiembre de 1973 el presidente Salvador Allende ingresa a su despacho en el palacio de La Moneda. Se pone el casco de combate y, bajo el fuego de los rocketazos de la fuerza aérea, graba el último mensaje al pueblo. Horas después, tropas del ejército toman el edificio.

En uno de los patios el gobernante yace sin vida, aferrado al fusil AK-47 regalo de su amigo Fidel Castro. Allende se ha suicidado al pie de la estatua de José Manuel Balmaceda, derrocado en 1891 por las mismas fuerzas que ahora retiran su cadáver por la puerta de Morandé 80. Esta puerta que los militares han tapiado y frente a la cual, tras el triunfo de la Unidad Popular (1970), la gente gritaba ``¡Viva Chile mierda!''

Entre Balmaceda y Allende Chile vivió el ciclo histórico que el golpe cerró para dar paso a un singular modelo de contrarrevolución capitalista admirado por tirios y troyanos de la democracia latinoamericana.

Pero tal admiración suele ignorar los requisitos fundacionales del modelo: primero, la subordinación política a la Constitución de 1980, dictada por los militares; segundo, los traumas derivados del terrorismo de Estado y el toque nocturno que queda que de 12 a seis, durante 16 años y medio, impuso arresto domiciliario a todo un país, y tercero, que las profundas modificaciones de la sociedad chilena fueron posibles en un contexto de terror y violaciones sistemáticas.

El golpe de Pinochet violó la Constitución. Pero a diferencia de los dictadores argentinos y uruguayos, los grupos empresariales que le sirvieron de sustento vieron con claridad hacia dónde apuntaban los nuevos tiempos.

En 1977, ya pensaban en otra Constitución, la que hoy, despojada de las formas brutales del fascismo, ostenta las condiciones institucionales y legales que al modelo garantiza la reproducción de la infraestructura creada durante la dictadura.

Saludo uno, saludo dos

Un aspecto poco estudiado de la realidad chilena permite observar que, con o sin democracia, el país andino se ha caracterizado históricamente por un marcado institucionalismo, no necesariamente ``civilista''.

En este sentido, los Chicago Boys que desde el primer día rodearon a Pinochet, montaron el andamiaje constitucional que sirve de paraguas neoliberal.

Ideólogos claves del engendro legal fueron el profesor alemán Dieter Blumenwitz, especialista en Derecho Internacional de la Universidad de Würzburg, y el político ultraconservador Jaime Guzmán Gazmuri.

Blumenwitz, mediador en el conflicto fronterizo chileno-argentino (1979), era asiduo visitante de la Colonia Dignidad, el único campo de concentración de niños de América Latina. Guzmán fue acribillado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (1990).

La Constitución pinochetista, pensada para homologar a la dictadura con la democracia, con representación militar en el Senado, partidos civiles funcionales al sistema y sublimadora de un orden prescriptivo y desangelado fue admitida sin chistar por la Concertación de Partidos por la Democracia (demócratas cristianos que nunca dejan de sonreír, socialistas desganados, socialistas superdesganados y radicales simbólicos.

En 1988, cuando la resistencia popular obligó a la celebración de un plebiscito para decidir la continuidad de Pinochet en el poder, 54 por ciento de los chilenos votaron en contra.

Entonces, la dictadura precisó que en la consulta ``no estaba en discusión ni el ideario y ni el itinerario constitucional sino tan sólo la elección de la persona que deberá conducir al país hacia la aplicación de la Carta Fundamental durante el siguiente periodo presidencial''.

La Constitución chilena contempla el cargo de senador vitalicio para los ex presidentes que hayan gobernado seis años consecutivos. Pinochet se reservó para sí tal dignidad pues Patricio Aylwin sólo había gobernado cuatro años, según lo previsto para el primer presidente de la ``transición'' (1990-1994).

En víspera de ser investido, 45 generales nombraron a Pinochet ``comandante en jefe benemérito'', grado tan inexistente como el de senador vitalicio. De dictador con impunidad a patriarca con inmunidad.

Pinochet logró que el ejército pudiera conservar su presupuesto y la prerrogativa que impide al presidente cambiar a un jefe militar sin previo acuerdo de, Consejo de Seguridad. El consejo establece la participación de los cuatro jefes de las fuerzas armadas y carabineros, en igualdad de número, con los máximos representantes de los poderes del Estado.

Por cierto, el gobierno y la Cámara de Diputados pueden acusar constitucionalmente a generales o almirantes en caso de ``haber comprometido gravemente el honor o la seguridad de la nación''.

Mas cualquier iniciativa tendría nula posibilidad de encontrar apoyo en el Senado, denominado por la derecha y Pinochet.

El presidente Frei propuso al Congreso que se le restituya al Ejecutivo la facultad de nombrar y llamar a retiro a los generales y almirantes. Sin embargo, dejó expresamente excluidos a los comandantes en jefe, al dar por descontado que tal propuesta jamás sería aceptada por la oposición.

Dime cómo hablas

La primera claudicación del gobierno elegido con más del 50 por ciento de los votos (1989) se presentó con el acuartelamiento de la tropa dispuesto por Pinochet en el llamado ``ejercicio de enlace'' (diciembre de 1990).

Aylwin fue enterado que si bien la Constitución contemplaba la subordinación del jefe del ejército al presidente, esto no quería decir que Pinochet estuviese dispuesto a subordinarse al ministro de Defensa Patricio Rojas, y menos cuando había insinuado el retiro de Pinochet ``por el bien del país''. El poder civil enmudeció.

La segunda claudicación llegó con el boinazo (1993) en el caso de los pinocheques, asunto judicial que comprometía al hijo del general. El boinazo movilizó a soldados con uniforme de combate y tanques apostados en el edificio de la comandancia del ejército, ubicado casi al frente La Moneda.

Aylwin ordenó ``bajar el perfil'' y los políticos de la Concertación, tributarios de una legendaria y cabildosa amabilidad cortesana, empezaron a entender.

Aprendieron a decir ``pronunciamiento militar'' y no ``golpe'', ``gobierno autoritario'' y no ``dictadura fascista''. Palabras que traen lo suyo pues si digo ``pronunciamiento'' o ``autoritarismo'' puedo aceptar que hubo ``excesos personales'' en lugar de una ``represión institucionalizada y sistemática'' que me llevaría a pensar en la ``dictadura fascista''.

El único que habla a calzón quitado y sin conflictos semánticos es Pinochet: ``Si se repitiera la historia volvería a hacer lo que he hecho y con iguales intenciones''. Lo dijo en plena dictadura (1985) y lo ha reiterado en democracia: ``No tengo ningún problema de conciencia. Si lo tuviera, lo diría'' (1998).

Cuidado. Mucho cuidado. Si los militares se enojan es aconsejable hablar de ``inquietud'' o ``preocupación'' y otros retruécanos que los políticos de la Concertación em-plean para tranquilizar a la extrema derecha y a los militares que la insulta y desprecia. No sea cosa de ``volver a lo anterior''. Y aquí es donde cabe más cuidado, pues así piensa una importante porción del electorado chileno.

El escritor Sergio Marras explica: ``...en Chile existe un atavismo nacional: pensamiento y expresión pocas veces coinciden... la sociedad disimula el pensamiento en la expresión y ésta es una costumbre tanto del discurso oficial como del discurso particular de los chilenos... la propia sociedad civil no tiene claro que no puede seguir viviendo de arquetipos. Este doble standard entre el pensar y el decir o el hacer trae consigo una cierta manera de construir el mundo. Pierde mucho tiempo intentando desesperadamente no enredarse en las redes del disimulo generalizado''. (La Epoca, Santiago, 9.1.95).

¿Pero existe un poder paralelo en el Chile democrático? En 1993, el socialista Enrique Correa, secretario de Gobierno de Aylwin, regañó al entrevistador: ``No, su afirmación es incorrecta. Hay un conjunto de insuficiencias o defectos de nuestra institucionalidad...'' (revista Macrópolis, México, 8.11.93). Y en la misma edición, el entonces candidato Eduardo Frei Montalva aseguraba: ``Si salgo elegido presidente, Pinochet tendrá que jubilarse''. Frei ganó las elecciones.

Al año siguiente, la justicia condenó al general Manuel Contreras, ex jefe de la temible Dirección de Inteligencia (Dina) y al brigadier Pedro Espinoza por coautoría en el asesinato del ex canciller Orlando Letelier (Washington, 1976). El general Pinochet exigió la construcción de una cárcel especial para ambos condenados y custodia a cargo de personal del ejército. El presidente obedeció.

La derecha y la centroderecha chilenas controlaban el poder político, las fuerzas armadas, el Tribunal Constitucional, el Consejo de Seguridad, el Poder Judicial, el Senado, el mundo empresarial y los medios de comunicación que pueden tanto o más que el gobierno. Todas estas fuerzas se dieron cita en 1995, cuando Pinochet cumplió 80 años.

Hubo 10 días de festejos y homenajes castrenses y civiles en todo el país, 25 mil comensales en 30 cenas simultáneas que fueron transmitidas vía microondas y un generador propio de electricidad en casos de sabotaje. En la capital, el acto central reunió a 2 mil invitados que pagaron 150 dólares por cubierto.

Corearon El rey y Volver, volver y festejaron las piruetas de un avión que sobrevolaba la Escuela Militar con la leyenda ``Primeros 80 años. Felicidades Tata''. En nombre de los organizadores, el empresario Hernán Guiloff saludó a Pinochet como ``autor de la transformación creadora más colosal que ha conocido nuestro país a través de su vida independiente''.

En 1996, Gabriel Guerra Mondragón, embajador de los Estados Unidos, dijo que en Chile no hay una auténtica democracia. Ofendidos, los ministros de la Concertación descalificaron al diplomático.

Y en otras ocasiones, cuando los políticos sufren ataques de conciencia o alzan la voz la taimada maquinaria concertacionista los pone en su lugar. Tal fue el caso del diputado socialista José Antonio Viera-Gallo, citado en octubre de 1997 por el Ministerio de Defensa y obligado a pedir disculpas públicas por haber acusado al régimen de Pinochet por desfalco del erario.

En España, el ministro de la presidencia Juan Villarzú declaró que la llegada de Pinochet al Senado es reflejo del ``...éxito del tránsito ordenado del autoritarismo a la democracia donde era necesario pagar el costo de pasos progresivos'' (o sea, admitir en el Congreso la presencia del hombre que se jactaba de meter a dos opositores en un solo ataúd).

Para el presidente Frei, ``vale más la democracia que hemos construido que sus imperfecciones''. Para Sergio Bitar, líder del Partido por la Democracia, ``la presentación de una acusación constitucional contra Pinochet representaría perder una opción efectiva en la búsqueda de la justicia por la violación de los derechos humanos'' (sic). Y para el democristiano Andrés Zaldívar sólo cabía lamentar que ``en Chile estamos haciendo una transición inédita. El mundo no nos entiende''.

Nuevo apartheid

Minuciosamente analizada, investigada y clasificada, la sociedad chilena se desenvuelve en el cuadro de un soterrado apartheid económico-social. Del lenguaje político que uses y del autocontrol de tus pasiones; de tu adhesión al acriticismo de la cultura light y de la disciplina de tus hábitos cotidianos; del barrio donde vives y, muy importante, del número de tarjetas de crédito que tengas, tu vida será o no armónica y feliz.

Sin necesidad de sofisticaciones tecnológicas, encarnado en los pliegues de la sociedad, el Big Brother andino te observa. Chile es el modelo, el modelo que envidian todos los tránsfugas latinoamericanos volcados a gerenciar la política para gobernar con fachada democrática.

La sociedad chilena ostenta los rasgos propios del orden y el trabajo, la disciplina y la normatividad. En casi 17 años de dictadura, cada chileno parece haber internalizado cuál es su lugar en la pirámide social.

Del otro lado del espejo, alienación, apatía juvenil, droga y pobreza ``contenida'', realidades que Mario Vargas Llosa describe, aunque con otra intención, de un modo significativo: ``Me llamó mucho la atención no ver, en cerca de cuatro horas de incesante recorrido por las calles de La Pintana, ni un solo letrero o grafito político en las paredes'' (El País, 14.1.96).

Marta Lagos, socióloga y gerente general de Mori, empresa de encuestas, cuenta que en el transcurso de un seminario en la Universidad Católica, un economista local intervino frente a un alto funcionario alemán y le dijo que los chilenos tenían la solución para los problemas de la economía del país europeo: privatizar y cambiar el modelo fracasado del Estado de bienestar. ``Un gesto de arrogancia muy propio de un país que pasa por ser el nuevo rico de Latinoamérica'', observa Lagos.

Agrega: ``Dejamos de ser los indiecitos apocados que no teníamos un peso; la colonia que fue la más pobre de España. Se nos subieron los humos a la cabeza. Nos dimos cuenta que somos capaces y nos creemos los mejores...''

``Los chilenos son ahora los argentinos de Sudamérica'', ironizó un humorista. Con todo, no hay cómo justificar tal arrogancia. Encuestas de Mori muestran a siete de cada 10 chilenos sobreendeudados y gastando más allá de sus medios. Destaca que 67.9 por ciento percibe que éstos ``se creen más de lo que son''.

El presidente de la mayor empresa nacional, la estatal del cobre Codelco, opina que el origen de la arrogancia chilena se encuentra en el sustrato cultural. Y recuerda al poeta Alonso de Ercilla, autor de La Araucana, quien vino con los conquistadores españoles hace más de cuatro siglos: ``...que la gente que produce este país es tan granada, tan soberbia, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida''. (El País, 22.1.97).

En otra dimensión, un dibujo del cartonista Guillo muestra a un orador chileno en el foro de Naciones Unidas. Ante una sala vacía en la que sólo hay un par de oyentes más un gato muy atento, el orador dice: ``...y para terminar instamos a enfrentar con imaginación, solidaridad y recursos, problemas como la pobreza, la desigualdad y el crecimiento desmedido de la población''.

La única delegación que lo escucha con atención son los cuatro enviados por Chile (Apsi, número 486, 1995).

No estar ``ni ahí''

La transición ha envuelto a Chile en una profunda apatía política. El pinochetismo, que como ideología emergente de la derecha va más allá del propio Pinochet, cambió la conducta de Chile.

Los políticos que durante la resistencia se sirvieron y fueron apoyados por los luchadores sociales y los combatientes armados, responden a la ``ley de los concensos''. Es decir la ausencia de debate político y la negativa a confrontar ideas, desperfilando ideológicamente a los partidos y tornando innecesaria la consulta de los dirigentes y parlamentarios a las bases.

En este sentido cobran importancia los comentarios de Hortensia Bussi de Allende: ``Vivimos en un país poco tolerante, un tanto hipócrita y falto de solidaridad''.

A sus 80 y pico de años, añade: ``Hoy los jóvenes miran con distancia y con escepticismo la actividad por la que Salvador Allende y tantos dieron su vida... aquella era una generación que no asumía la política sólo como un ejercicio para el poder, había vocación hacia lo público... Por eso hay un millón de jóvenes entre 18 y 30 años que no se han inscrito... los jóvenes no quieren inscribirse porque una vez que se inscriben, los multan si luego no votan... estamos ante un sistema diseñado para que no se inscriban los jóvenes...'' (La Epoca, Santiago 7.9.97).

La juventud organizada de la década pasada, factor decisivo para producir el fracaso y el agotamiento de la dictadura fue la que aportó la mayor fuerza para que los futuros representantes hicieran justicia. En la resistencia, en la cárcel, en el exilio, aquellos jóvenes que creyeron en los discursos de los ``más representativos'' sufrieron, a partir de 1990, la desilusión de actitudes que simple y llanamente califican de traición y que los concertacionistas llaman eufemísticamente, ``renovación ideológica''.

Lo que no está mal siempre y cuando incluya la memoria histórica de un pueblo que no luchó por el ideario neoliberal.

El puñado de jóvenes que con sus hondas y manifestaciones esporádicas apedrean todos los 11 de septiembre a la policía también lanzan una pregunta a los intelectuales y políticos avergonzados de su pasado: ¿el cambio instantáneo de convicciones supone que alguna vez las tuvieron? ¿A quien cabe la responsabilidad por la ``apatía política'' que el propio ex presidente Aylwin apuntó como sello distintivo de la juventud chilena?

Descorazonados, los chicos hablan de ``lesera de la democracia fome supersiútica'' (fastidio de la democracia aburrida y superpituca). Y ven a los asesinos con o sin uniforme paseándose a rostro cubierto por las mismas calles que regaron con la sangre de sus víctimas.

En la jerga juvenil, la apatía tiene nombre: ``no estar ni ahí''. Y el psiquiatra Luis Weinstein cree que ``la sociedad chilena adolece de pragmatismo encéfalo craneano''. (Faride Zaran, Temas de La Epoca 7.8.94).

Hace unos años, en el Cementerio General se encontraron los restos de 126 personas mutiladas. La mayoría habían sido quemados vivos con lanzallamas después de someterlos a torturas. Sola Sierra, presidenta de la Asociación de Familiares y Desaparecidos espera desde hace cuatro años que el presidente la reciba.

Carmen Gloria Quintana, sobreviviente, también quisiera hacer muchas preguntas a los ``realistas'' de la Concertación. A los 18 años Carmen fue quemada viva. El 65 por ciento de su cuerpo está chamuscado. El Informe Rettig de febrero de 1991, pensado para aclarar estos casos, no se pronunció sobre el suyo.

El responsable del atentado, el teniente Pedro Fernández Dittus, pasó un año y unos meses en la cárcel. Hoy está libre y jubilado de las fuerzas armadas. El marido de Gloria trabajaba en el departamento de comercio exterior del Banco de Chile. A los 15 días de aparecer su nombre relacionado con el de ella, fue despedido.

Joan, viuda del cantor y guitarrista Víctor Jara, cuyos dedos los militares cortaron antes de ser asesinado en el Estadio Nacional, pregunta: ``¿Cómo pueden los políticos vivir felices en este ambiente?, ¿cómo no exigir responsabilidades a quienes montaron en la calle Lourdes el centro de torturas llamado La Casa de las Risas?'' (El País, Madrid, 8.3.97).

La psiquiatra María Luisa Cordero, demócrata cristiana y católica observante aventura una respuesta: ``...su disposición (la de los políticos nuevos) es seguir trepando el poder. Están alienados, están psicóticos. A la clase política no le interesan los problemas de la gente'' (Punto Final, Santiago, 4.95).

Pinochet no está solo. Es representativo. Los políticos de la Concertación también lo son pero creen que negando el pasado podrán salir de él. En sus corazones ya no palpita anhelo alguno de cambio.

Si para la juventud chilena la frase ``no estar ni ahí'' resume la desesperanza en la que se debate, para los partidos de la Concertación todo está ahí: cargos públicos, representaciones varias, fondos para los organismos no gubernamentales (ONG, que ahora son ``sociedades profesionales'' y a sus titulares se les llama ``dueños''), embajadas, departamento en Providencia, residencia en El Arrayán, cabaña para el retiro en los lagos del Sur, fines de semana en el exclusivo balneario de Zapallar, lejos, muy lejos de la vida cotidiana de La Pintana, Puente Alto, Renca, Quinta Normal, Pudahuel, Cerro Navia y las regiones nacionales en las que la extrema pobreza rumia impotencia y desesperanza.

Quizá, el exponente más representativo de la sociedad chilena actual sea Mario Kreutzberger, el Don Francisco de Sábado Gigante Internacional. Pero también es posible que la más auténtica esté conformada por el alma de artistas como Chito Faró, quien murió en 1980 víctima de una pobreza tan extrema que a veces incluía un tecito con pan al día.

A fines de los años 70, en plena dictadura, Chito Faró comentó en público que alguien estaba quedándose con su dinero. La Dirección de Derechos de Autor lo demandó por injurias y lo metió dos semanas en la cárcel.

Chito Faró es el autor de una canción que todos los chilenos, de izquierda, derecha o centro, apáticos o combativos, entonan con lágrimas aunque están en la vecina provincia argentina de Mendoza.

Es la canción cuyos versos dicen: ``Si vas para Chile...''