Horacio Labastida
Salvador Allende

La grandeza de los héroes no es más que el reflejo de la grandeza de los pueblos, porque el héroe, así lo escribieron sabios chinos de hace alrededor de milenio y medio, es sólo el espejo donde se refleja el corazón de las colectividades; y en esta significación los latinoamericanos debemos estar tranquilos. Cierto que con las excepciones de Brasil y Cuba, atrasados entonces en el camino, Latinoamérica ingresa a la historia universal en el amanecer del siglo XIX, cuando las grandes revoluciones del capitalismo industrial arrasaron en Europa a las monarquías y sus envilecidas aristocracias, acortándose con este motivo el tamaño de nuestra historia independiente si la comparamos con las europeas, por ejemplo, no sin recibir por tal causa los muchísimos daños que han frenado el esperado desarrollo latinoamericano. Nuestro obvio retraso agrícola y ganadero, causado por estancieros que a toda costa impedían los cambios que exigiera la población --recuérdese que México hasta 1917 inició una importante reforma agraria--, y por una lenta y comprometida asociación de los intereses creados con los poderosos importadores del exterior, así como con el menguado esfuerzo industrializador, mercantil y financiero que intentó capitalizar con recursos propios a los países del subcontinente, Latinoamérica molida por tan gravosas cargas negativas se vio condenada a ser un simple mercado de producción y consumo de bienes extranjeros sustentado para comer y sobrevivir en enclenques estructuras económicas rurales y urbanas.

Dos cosas son notables en la historia latinoamericana. La primera es una continua aunque herida adhesión a la democracia; es decir, de una u otra forma se ha batallado por establecer en cada una de las naciones un Estado del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero no sólo en el sentido de las banderas izadas por Abraham Lincoln en los años de su célebre discurso en Gettyburg, al declarar libres a los esclavos, sino en el marco de la profunda concepción que acompañó en todo momento a la liberación acaudillada por José María Morelos y Pavón: la democracia es un deber del Estado en que políticamente se organiza el pueblo, cuyo cumplimiento está condicionado por las exigencias jurídicas y morales de gestar un medio social propicio al respeto de las libertades del hombre y a la equidad en el reparto de la riqueza material y espiritual; ni ricos más ricos cada día ni pobres más pobres cada minuto, pues de otra manera no es dable en la historia un pueblo ajeno a la opresión y a la explotación, según lo exigen los principios de la democracia verdadera. Ante esta aspiración, Latinoamérica ha visto crecer en sí misma, dentro de su propio cuerpo, las mil caras de la perversión política implicada en el autoritarismo presidencialista, desde las brutales militarizaciones del poder que han envenenado Centro y Sudamérica, sin excluir naturalmente a México, hasta dictaduras bien o mal disfrazadas de democracias, pero con un sello que las abarca completamente: su dependencia de las élites interiores o exteriores del poder económico y el consiguiente desconocimiento de las demandas nacionales, panorama este trágico, avergonzado y harto en sangre de quienes han atrevídose a protestar contra la tiranía antipatriota.

Desde su temprana juventud Salvador Allende comprendió que Chile jamás alcanzaría democracia y justicia sin batallar abiertamente contra sus enemigos extraños y propios, simbolizados en la figura repugnante y cínica del sátrapa Augusto Pinochet; pero acatando la gran tradición de su país decidió dar la lucha dentro de las vías democráticas. Yo recuerdo los inteligentísimos y vivísimos pronunciamientos de Allende en la época en que enfrentó a Eduardo Frey, siendo jefe de la república Alessandri, y tiempo después, ya presidente por el Partido de Unidad Popular, aún escucho sus palabras llenas de fe esperanzadora, seguro como el que más de la victoria final en las acciones que los chilenos habían emprendido contra los círculos del capitalismo norteamericano, adueñados de los principales recursos del país; sin éstos en la hacienda chilena, sería imposible el salto delante; nunca olvidaré las palabras de admiración que Allende dijo en su casa, al amanecer del día en que como invitados estuvimos, Porfirio Muñoz Ledo, Jesús Reyes Heroles y yo; le brillaban los ojos con gran animación al referirse a la expropiación petrolera consumada por el gran Lázaro Cárdenas.

Siempre dentro del quehacer democrático, Allende estuvo a punto de conseguir las reformas constitucionales indispensables para la marcha por los cauces de la democracia verdadera, y esto alarmó y activó los intereses metropolitanos; no sólo el espionaje estadunidense y sus expertos en estrategias contraliberadoras y golpes de Estado, sino empresas afectadas por la nacionalización de las minas de cobre y otros bienes del patrimonio chileno, desataron la violencia financiando, soportando con armas y dirigiendo desde oficinas secretas la felonía que comandó Pinochet contra el Palacio de la Moneda hace 25 años, en un negro y nefasto 11 de septiembre. Contra un solo hombre, Salvador Allende instalado en Palacio en su carácter de Presidente de la República, confiado en la ética y en el amor del pueblo que lo secundaba, Pinochet envió sus divisiones de artillería, tanques, infantería y caballería, sin faltar la aviación bélica, para bombardear inmisericordemente al que en ese momento y para siempre representa la dignidad chilena. Su muerte fue una muerte imperceptible: Salvador Allende vive animando en Chile, América Latina y en el mundo entero los ideales de libertad y justicia.

No hay duda. Lázaro Cárdenas, el Che Guevara, Augusto César Sandino, Farabundo Martí y el obispo Romero, Fidel Castro, Salvador Allende, Camilo Torres y otras figuras egregias reflejan en su grandeza la grandeza de América Latina. Con veneración rendimos hoy pleitesía a Chile y a su presidente Salvador Allende.