Los debates sobre las reformas financieras que se han desatado en los últimos meses han puesto en evidencia tanto la fuerza como la debilidad de los principales grupos económicos en México. Esta dualidad se asienta en dos factores. En primer lugar, se ha hecho patente que los grandes grupos de capital nacional ejercen un control centralizado sobre una enorme cantidad de recursos en la forma de empresas productivas, bancarias y comerciales.1 En segundo término, es claro que dependen de manera cotidiana de apoyos financieros garantizados por el Estado, gestionándolos merced a sus alianzas con la élite tecnocrática del gobierno.
Pero esta dependencia revela un grado pronunciado de debilidad ya que numerosos grupos empresariales en México (y en particular los bancarios) aparentemente no saben cómo elaborar estrategias económicas sin subsidios gubernamentales. Por ello es importante que se conozca --a través de la información de Fobaproa-- cuáles pueden operar (y competir) con autonomía y cuáles siguen dependiendo del apoyo paternal del Estado. El mercado se encargará de premiar a los primeros y castigar a los segundos.
El dilema, sin embargo, es más complejo pues se trata de que los empresarios cambien una vieja mentalidad fincada en la idea de que el gobierno debe servir como el respaldo para los negocios en México. Los subsidios a las empresas son parte de una vieja historia que se ha acentuado con cada gran crisis financiera. Por ejemplo, tras la crisis de 1982, el gobierno tuvo que intervenir para impedir el colapso de numerosas empresas. Comenzó por nacionalizar los bancos comerciales debido al alto monto de su deuda externa que no podían cubrir, transfiriendo luego unos 500 mil millones de pesos a los ex propietarios entre 1983 y 1985. Al mismo tiempo, puso en marcha el programa de Ficorsa (Fideicomiso para la Cobertura de Riesgos Cambiarios) a partir de 1983, que permitió un respiro a gran número de empresas en el pago de sus deudas, con garantías equivalentes a más de 900 mil millones de pesos.
Otra gran transferencia de riqueza del Estado a los grupos empresariales fue realizado a través de la venta de empresas estatales, programa que se inició a precios de remate, desde 1985. Ello llegó a cúspide con la privatización de Telmex y de los bancos comerciales entre 1990 y 1992. En estos casos, los empresarios pagaron dineros al gobierno por propiedades que, en principio, valían mucho más. No obstante, como es demasiado bien sabido, la mala administración de muchos bancos y la arriesgada política cambiaria del gobierno desembocó en la crisis de 1995.
Hoy en día, las empresas que fueron rescatadas en los últimos tres años están siendo investigadas. Esto es saludable pues obligará a los grupos empresariales más poderosos a contemplar la necesidad futura de operar sin apoyos constantes del sector público, cuya prioridad debe ser impulsar la educación, la salud y la infraestructura. Pues, en efecto, dentro de un régimen liberal y democrático no es la función del Estado gastar los recursos fiscales para garantizar el capital de poderosas corporaciones o grupos económicos. El dinero de los impuestos debe gastarse en cubrir las necesidades de las grandes mayorías y no de las pequeñas minorías.
1. Véase Jorge Basave Kunhardt, Los grupos de capital financiero en México, 1974-1995, UNAM/El Caballito, 1997.